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Margarita vivia con su familia en una peque?a habitacion, enfrente de la que ocupaba yo con la mia; todas las ma?anas se levantaba á las siete, y cantando como un pájaro, aseaba su peque?a sala y el gabinete de las flores, como yo le llamaba: luégo vestia al ni?o, que ya andaba solo, y ayudaba al tocador de su anciano padre.
Veíala yo con un placer indefinible entrar y salir y repartir sus cuidados entre los tres seres que cifraban en ella toda su ventura: mirábala cambiar el agua de sus tórtolas y darles alimento, y esperaba con impaciencia la hora de su tocador, para asistir á él oculta entre los pliegues de las cortinas que guarnecian mi ventana.
Concluidos sus quehaceres, se quitaba su gorrito blanco y desataba sus hermosos cabellos casta?os, que caian por su espalda en largos rizos; peinábalos con maravillosa agilidad y los enlazaba despues con graciosa forma detras de su cabeza: un vestido blanco era su única gala en el verano: en el invierno le reemplazaba con uno de lana oscuro. Despues de vestida se sentaba á trabajar, miéntras el abuelo jugaba y reia con el ni?o.
Cuando por la tarde volvia su esposo, Margarita conocia sus pisadas; dejaba su labor, y tomando al ni?o en los brazos, salia á recibirle. ?Cuán dichoso debia sentirse aquel hombre al estrechar contra su corazon á su angelical esposa y á su inocente hijo! Muy grande debia ser su ventura, pues se grababa en todas sus facciones con caractéres visibles y profundos.
Miéntras comian, no cesaba yo de oir la risa sonora y dulce de Margarita; no obstante, el corto tiempo que permanecian en la mesa acusaba la frugalidad de los manjares.
Muchas noches alcanzaba yo permiso de mi madre para pasar la velada en casa de Margarita: ésta acostaba á su hijo y volvia á su bordado, miéntras mecia la cuna con su lindo y ligero pié: á las diez dejaba la aguja y tomaba un libro, en el cual leia con dulce voz hasta las doce.
?Cuán atentos estábamos á la lectura su padre, su esposo y yo! Sentado el anciano enfrente de ella, escuchaba su voz en una especie de éxtasis, y el jóven esposo, con la mejilla apoyada en la mano, parecia pendiente de los labios de Margarita.
ésta tomaba los libros que más le agradaban en la biblioteca de mi padre, y la eleccion de ellos atestiguaba más que nada la lucidez modesta de su talento; de un talento que brillaba con la suave y grata belleza de la perla, sin deslumbrar, como el diamante, con sus soberbias facetas.