Chapter 7 No.7

No ha de temerse la sinceridad; sólo es tremendo lo oculto.

La vida tiene horas de oro en que parece que el sol sale en el alma, y como ejército que asalta, escala y bulle la gloria por las venas.

En la justicia no cabe demora; y el que dilata su cumplimiento, la vuelve contra sí.

Los pícaros han puesto de moda el burlarse de los que se resisten a ser pícaros.

La política virtuosa es la única útil y durable.

Aplazar no es resolver. Si existe un mal, con permitir que se acumule no se remedia. El crimen, el crimen de permitirlo, trae siempre sangre.

Pan no se puede dar a todos los que lo han menester, pero los pueblos que quieren salvarse han de preparar a sus hijos contra el crimen.

El que conoce lo bello, y la moral que viene de él, no puede vivir luego sin moral y belleza.

Una ciudad es culpable mientras no es toda ella una escuela: la calle que no lo es, es una mancha en la frente de la ciudad.

Debe ser obligatorio el servicio de maestros, como el de soldados.

Preparar un pueblo para defenderse, y para vivir con honor, es el mejor modo de defenderlo.

De vez en cuando es necesario sacudir el mundo, para que lo podrido caiga a tierra.

Las religiones todas son iguales: puestas una sobre otra, no se llevan un codo ni una punta.

Las religiones todas han nacido de las mismas raíces, han adorado las mismas imágenes, han prosperado por las mismas virtudes y se han corrompido por los mismos vicios.

Las religiones, que en su primer estado son una necesidad de los pueblos débiles, perduran luego como anticipo, en que el hombre se goza, del bienestar final poético que confusa y tenazmente desea.

Las religiones, en lo que tienen de durable y puro, son formas de la poesía que el hombre presiente fuera de la vida, son la poesía del mundo venidero: ?por sue?os y por alas los mundos se enlazan!: giran los mundos en el espacio unidos, como un coro de doncellas, por estos lazos de alas. Por eso la religión no muere, sino se ensancha y acrisola, se engrandece y explica con la verdad de la naturaleza y tiende a su estado definitivo de colosal poesía.

Las religiones todas, fuera de aquellas ya aventadas que en anuncio de la final religión poética han establecido la razón, tienen sus milagros, sus arúspices, sus oráculos, sus ídolos, sus juggernaut que tunden y fulminan, hasta que, negados los fieles a creer que la palabra de Dios sea enemiga del albedrío, condiciones y virilidad que nacen con el hombre, se acercan al juggernaut con maza en mano, le desci?en el manto, le quitan las faldas de formas de flores, le quiebran el vientre esférico, le levantan el capuz funeral, orlado de luminosa pedrería, y en vez de la palabra de Dios, a que en seguida corren a alzar templo, encuentran un tablón viejo y roído, con los pies y las manos de carbón pintado, como los gigantes de las ferias.

?Oh! ?la ciencia que se aprende en el libro de todos los días, con la pluma, con las bridas, con el componedor, con el cepillo, con la lezna!

Donde luce un espíritu sincero, los hombres se congregan y siguen el camino, como detrás del manso la majada.

Color y olor tienen las almas.

La verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen.

La flor del pensamiento es la poesía.

Lo más recio de la fe del hombre en las religiones es su fe en sí propio, y su soberbia resistencia a creer que es capaz de errar; lo más potente de la fe es el cari?o a los tiempos tiernos en que se la recibe, y las manos adoradas que nos la dieron.

La religión, falsa siempre como dogma a la luz de un alto juicio, es eternamente verdadera como poesía.

Se conocen repúblicas falsas que cernidas en un tamiz, sólo producirían el alma de un lacayo; pero donde la libertad verdaderamente impera, sin más obstáculos que los que le pone nuestra naturaleza, no hay trono que se parezca a la mente de un hombre libre, ni autoridad más augusta que la de sus pensamientos.

Cuanto no sea compatible con la dignidad humana, caerá.

A las poesías del alma nadie podrá cortar las alas, y siempre habrá ese magnífico desasosiego y esa mirada ansiosa hacia las nubes.

Con las libertades, como con los privilegios, sucede que juntas triunfan o peligran, y que no puede pretenderse o lastimarse una sin que sientan todas el da?o o el beneficio.

Cuanto abata o reduzca al hombre, será abatido.

Hay hombres ardientes en quienes, con todos los tormentos del horno, se purifica la especie humana.

Hay hombres dispuestos para guiar sin interés, para padecer por los demás, para consumirse iluminando.

Sólo sirve dignamente a la libertad el que, a riesgo de ser tomado por su enemigo, la preserva sin temblar de los que la comprometen con sus errores.

Las grandes opresiones engendran los grandes rebeldes.

Siempre lo impuesto es vano y lo libre es vivífico.

No es el hombre más que una de esas burbujas resplandecientes que danzan a tumbos ciegos en un rayo de sol.

Tiene el negro una gran bondad nativa, que ni el martirio de la esclavitud pervierte, ni se oscurece con su varonil bravura.

Pero tiene, más que otra raza alguna, tan íntima comunión con la naturaleza, que parece más apto que los demás hombres a estremecerse y regocijarse con sus cambios.

Hay en su espanto y alegría algo de sobrenatural y maravilloso que no existe en las demás razas primitivas, y recuerda en sus movimientos y miradas la majestad del león: hay en su afecto una lealtad tan dulce, que no hace pensar en los perros, sino en las palomas: y hay en sus pasiones tal claridad, tenacidad, intensidad, que se parecen a los de los rayos del sol.

Jesús es lo que más aman de todo lo que saben de la cristiandad estos desconsolados, porque lo ven fusteado y manso como se vieron ellos.

La mente, puesta a obrar, no cesa; el dolor, puesto a bullir, estalla; la palabra, puesta a agitar, se desordena; la vanidad, puesta a lucir, arrastra; la esperanza, puesta en acción, acaba en el triunfo o la catástrofe; "para el revolucionario, dijo St. Just, ?no hay más descanso que la tumba!"

?Quién que anda con ideas no sabe que la armonía de todas ellas, en que el amor preside a la pasión, se revela apenas a las mentes sumas que ven hervir el mundo sentados, con la mano sobre el sol, en la cumbre del tiempo!

Una vez reconocido el mal, el ánimo generoso sale a buscarle remedio: una vez agotado el recurso pacífico, el ánimo generoso, donde labra el dolor ajeno como el gusano en la llaga viva, acude al remedio violento.

El jabalí perseguido no oye la música del aire alegre, ni el canto del universo, ni el andar grandioso de la fábrica cósmica: el jabalí clava las ancas contra un tronco oscuro, hunde el colmillo en el vientre de su perseguidor, y le vuelca el reda?o.

Así como la vida del hombre se concentra en la médula espinal y la de la tierra en las masas volcánicas, surgen de entre esas muchedumbres, erguidos y vomitando fuego, seres en quienes parece haberse amasado todo su horror, sus desesperaciones y sus lágrimas.

Las almas dan sonidos, como los más acordes instrumentos.

Terrible es, libertad, hablar de ti para el que no te tiene. Una fiera vencida por el domador no dobla la rodilla con más ira. Se conoce la hondura del infierno, y se mira desde ella, en su arrogancia de sol, al hombre vivo. Se muerde el aire, como muerde una hiena el hierro de su jaula. Se retuerce el espíritu en el cuerpo como un envenenado.

Del fango de las callea quisiera hacerse el miserable que vive sin libertad, la vestidura que le asienta. Los que te tienen, oh libertad, no te conocen. Los que no te tienen no deben hablar de ti, sino conquistarte.

Los hombres que quedan son los que encarnan en sí una idea que combate, o una aspiración destinada al triunfo,-los que pasan por el mundo voceando y luciendo con velocidad extraordinaria-como los astros. Mientras viven, se les se?ala con el dedo; en cuanto mueren se ve que donde ellos caen se levanta una estatua. No importa que hayan defendido sus doctrinas con exceso: así han de defenderse las ideas justas, para que al retraerse, como todo se retrae, en la marea del universo, no quede la idea demasiado atrás.

Un grano de poesía sazona un siglo.

La alegría viene de la gente llana.

No se vive sin sacar luz en la familiaridad con lo enorme.

El hábito de domar da al rostro de los escultores un aire de triunfo y rebeldía.

Engrandece la simple capacidad de admirar lo grande, cuanto más el moldearlo, el acariciarlo, el ponerle alas, el sacar del espíritu en idea lo que a brazos, a miradas profundas, a golpes de cari?o ha de ir encorvando y encendiendo el mármol y el bronce.

Jamás sin dolor profundo produjo el hombre obras verdaderamente bellas.

Disfraz abominable y losa fúnebre son las sonrisas y los pensamientos cuando se vive sin patria, o se ve en garras enemigas un pedazo de ella: un vapor de embriaguez perturba el juicio, sujeta la palabra, apaga el verso, y todo lo que produce entonces la mente nacional es deforme y vacío, a no ser lo que expresa el anhelo de las almas.

?Quién siente mejor la ausencia de un bien que el que lo ha poseído y lo pierde?

Los que no creen en la inmortalidad creen en la historia.

Es necesario elevarse como los montes para ser vistos de lejos.

La falta de proporción parece indispensable a la grandeza.

Como la monta?a, la vida del hombre que perdura ha de ser selvática, enmara?ada: acá una cripta, allá un roble, por allá una enredadera; incorrecta, abrupta, rugosa.

La pasión es una nobleza.

Los apasionados son los primogénitos del mundo.

Los fuertes doman la pasión; pero en cuanto logran extinguirla, cesan de ser fuertes.

Hasta para ser justo se necesita ser un poco injusto.

La fama es premio justo de quien tiene el valor de sacrificar el grato sigilo de su persona a la idea que defiende.

Donde el virtuoso se recata, el ambicioso vence.

La justicia manda reconocer que el mundo adelanta por la obra unida, hostil en la apariencia e idéntica en el fondo, de la ambición y la virtud.

Triunfa de lado la virtud en la política, pero nunca de un modo directo y absoluto.

El alma, es verdad, va por la vida como en la cacería la cierva acorralada, sin tiempo para despuntar los reto?os jugosos, o aspirar el aire vivífico, o aquietar la sed en aquel arroyuelo del bosque que corre entre las dos riberas verdes, luz de rretida, joya líquida, discurso de la naturaleza que fortifica y alecciona por donde pasa. En cuanto el alma asoma, un escopetazo la echa abajo: para vivir, hay que esconderla donde no nos la sospechen, y en las horas de soledad, en las horas de lujo, sacarla a la luz tenue, como el relicario que guarda la efigie de la mujer querida, y llorar sobre ella, acariciarle la cabellera pegada a las sienes, aquietarle la mirada ansiosa, y decirle con la voz de los desesperados: "?cuándo acabaremos, alma?"

Todo vivo, que debiera ser un aroma, es un cómplice; y la existencia es más feliz mientras son más numerosas y francas las complicidades.

Todo es símbolo y síntesis, y hay que ir a buscar la raíz de todo.

Morir, ?no es volver a lo que se era en principio?

            
            

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