Chapter 7 No.7

Sonaron por tercera vez las campanas de la iglesia, respondiendo con un concierto bullicioso e ininteligible al canto claro y sosegado del mirlo. Andrés se levantó para oír misa. Estaba la iglesia no muy lejos de la rectoral. Cuando llegó a ella, aún no habían terminado el rosario, que en las aldeas precede los domingos al sacrificio incruento. Pero al rosario asisten solamente las mujeres y los devotos: los espíritus lúcidos, los temperamentos volterianos de la aldea se quedan en el pórtico fumando y charlando en alta voz.

En ocasiones, las voces son tan altas, que el cura se ve en la precisión de salir a imponerles silencio. Con tal motivo, les pronuncia siempre un discurso, en que los llama, entre otras cosas, escribas; pero los feligreses recalcitrantes no se dan por ofendidos, y reciben las pedradas del pastor bajando la cabeza con sonrisilla irónica.

Nuestro joven entró en la iglesia, que era reducida y pobre, y después de hacer una genuflexión ante el altar mayor, siguió hasta la sacristía, cuartito más pobre aún que la iglesia, con una ventanilla redonda por donde entraban los rayos del sol. Un arca con tiradores a modo de mostrador ocupaba entera la parte inferior del lienzo más grande de pared; un crucifijo horriblemente ensangrentado pendía sobre el arca. Lo primero con que tropezó fue con Celesto que, de rodillas a la puerta, rezaba el rosario. Esparcidos por el recinto, unos sentados, otros de hinojos, estaban: el maestro de escuela, que era un joven rubio afeminado, con traje de labrador en día de fiesta; el escribano del lugar, que trabajaba toda la semana en Lada y venía los sábados por la tarde a pasar el domingo con su familia; rostro enjuto, nariz aguile?a, aspecto de raposo; cierto caballero llamado D. Jaime, hijo del pueblo, que había llegado recientemente de América: color de aceituna, ojos peque?os y hundidos, enfermo del hígado, de cuarenta y cinco a cincuenta a?os de edad; el sacristán y otras dos o tres personas, que por su aspecto representaban la transición entre el labrador y el caballero.

-Buenos días, se?ores.

-Santos y buenos los tenga usted.

El rosario terminó en seguida. D. Fermín entró en la sacristía tan altanero y furibundo como el conquistador que pone el pie en una ciudad capitulada; entró diciendo con increíble arrogancia y crueldad:

-Esta noche ha helado como en Diciembre; me parece que no vamos a tener fruta este a?o.

Los circunstantes asintieron; no les quedaba otro recurso. Sin embargo, el escribano se atrevió a apuntar humildemente que no se perdería más que la fruta temprana; la que viene tarde aún podía lograrse.

-?Cree usted?-dijo el cura clavándole sus ojos pre?ados de amenazas.

-Sí, se?or-repuso el escribano con gran presencia de ánimo.

Contra lo que pudiera presumirse, don Fermín no cayó como un rayo sobre él. Sacó un inmenso pa?uelo de yerbas para sonarse y replicó:

-No sé qué le diga a usted, D. Félix; ahora está toda la savia arriba y apenas ha caído flor...

-?Eso qué importa!... Los perales tienen la corteza dura, y los casta?os y los nogales lo mismo-dijo el escribano con creciente osadía.

La misma aterradora mirada por parte del cura.

-Me alegraré, D. Félix, me alegraré; mis perales de Marco han echado un carro de flor este a?o... No quisiera, por algo de bueno, que se me perdiera la cosecha... ?Y usted, D. Félix, cómo tiene su pomarada?

El cura, mientras hablaba, se había despojado del bonete y empezaba a meterse el alba de lienzo ayudado por el maestro y el sacristán. D. Félix hizo una descripción detallada del estado de su finca: algunos pomares habían cargado mucho; otros, en cambio, no tenían una sola manzana.-Algo raro está pasando con la sidra-terminó diciendo mientras arreglaba un pliegue del alba, que el maestro y el sacristán habían dejado mal.-Antes los pomares producían un a?o y descansaban al otro. Ahora se contentan con dar un pu?ado de manzanas todos los a?os.

-Merear, Domine, portare manipulum fletus et doloris-murmuró el cura, poniéndose el manípulo en el brazo izquierdo.-Vamos, D. Félix, no ofenda usted a Dios con esas quejas. Un hombre, se?ores (volviéndose a los circunstantes), que ha recogido el a?o pasado treinta y siete pipas...

-?Y eso qué tiene que ver? Yo he recogido treinta y siete pipas de sidra y tengo quince días de bueyes de pomarada; y D. Pedro de Marín no tiene más de nueve, y hace dos a?os metió en el lagar muy cerca de cincuenta pipas.

-Redde mihi, Domine stolam inmortalitatis quam perdidi, etc.-murmuró el cura poniéndose la estola.-Pero dígame a cómo le han pagado a usted las pipas y a cómo se las han pagado a don Pedro.

-?Hum, hum!-gru?ó el escribano, cogido en el garlito.

-?Eh!... ?qué tal? Que se lo diga a ustedes, se?ores, que se lo diga-exclamó el cura con aire triunfal; y sin querer aguardar la réplica que el escribano estaba meditando, se metió con un solo movimiento la casulla por la cabeza, tomó el bonete, hizo una profunda reverencia al Cristo ensangrentado, y salió de la sacristía dirigiéndose al altar mayor.

Gran rumor en la iglesia a la aparición del sacerdote: las mujeres se arrodillan, la mayor parte de los hombres también. En la sacristía se opera un movimiento de concentración hacia la puerta. Don Fermín, dentro del presbiterio, inclinado profundamente, comienza a recitar con voz hueca y oscura las preces de la misa; un ni?o que tiene al lado le contesta. El maestro, el escribano y Celesto abren un enorme misal de letras coloradas, lo colocan sobre el arca de la vestimenta, y con voz destemplada principian a cantar. Imposible que se diera algo más inarmónico y endiablado. Andrés, después de haberlos contemplado un rato con espanto, se refugió en la puerta y desde allí comenzó a explorar los rincones de la iglesia. Estaba enteramente ocupada por la gente de la aldea, todos labradores; las mujeres delante, vestidas la mayor parte de tela de estame?a negra, pa?uelos de color a la garganta y la cabeza cubierta con mantilla de franela; los hombres detrás, con chaqueta de bayeta verde o amarilla, calzón corto de pana, medias blancas de lana sujetas por ligas de color. Todos asistían con profunda devoción y recogimiento a la misa.

El joven cortesano, no muy fervoroso, paseó una y otra vez su mirada distraída por el concurso, ahora fijándose en una mujer que pellizcaba a su hijo para que se estuviese atento, después en un anciano que rezaba con los brazos en cruz, más tarde en unos ni?os que se entretenían en meter la cabeza por el enrejado del altar. Había algunos rostros bastante agradables entre las mujeres, frescos y sonrosados, los cuales, por más que aparentasen mucha atención y recogimiento, no dejaban de volverse a menudo, y con visible curiosidad, hacia el forastero pálido que se apoyaba en el quicio de la puerta de la sacristía. Había, particularmente, uno moreno, gracioso, de nariz levemente aguile?a, boca chiquita y fresca, ojos no muy grandes tampoco, pero negros y vivos, frente estrecha y adornada con rizos de pelo negro, que consiguió llamarle la atención.-?Vaya una chica salada!-pensó, devorándola al mismo tiempo con los ojos. A la joven aldeana también debió de extra?arle Andrés, porque le miró larga y fijamente un buen espacio, sin importarle nada de la insistente curiosidad de éste. Después que le hubo examinado a su sabor, hizo una levísima mueca con los labios y entornó de nuevo los ojos al altar. El forastero, con la percepción clara y fina del hombre culto, adivinó por esta mueca que no había gustado. El rostro trigue?o no volvió a inclinarse hacia su lado en todo el tiempo que duró la misa. En cambio, Andrés, por una especie de atracción magnética, apenas pudo quitarle ojo. Al mudar el misal para leer el Evangelio, la joven se levantó, tomó un hacha de cera que tenía delante, colocada sobre unos palitroques, y fue a encenderla en uno de los dos cirios que ardían al pie de la verja del altar. Entonces nuestro héroe pudo contemplar una figura más alta que baja, esbelta y airosa, un pecho subido y pronunciado que, digámoslo en menoscabo de su pureza, no fue lo que menos impresión le causó desde el principio.

Al llegar al Ofertorio, el cura se dispuso a predicar a sus feligreses. Algunos de éstos, los más próximos a la puerta, se salieron; las mujeres se sentaron; en la sacristía, el escribano también se sentó en un banco, sacó el bote de plata con tabaco y se puso a liar un cigarro: no tardaron en acompa?arle algunos otros. Andrés, el maestro y D. Jaime permanecieron en la puerta.

-?Tengo que deciros una cosa-comenzó el cura en el tono más cavernoso que pudo adoptar.-Tengo que deciros que sois unos verdaderos fariseos, porque aparentáis cumplir con los preceptos de Nuestro Se?or Jesucristo y de Nuestra Santa Madre la Iglesia, y hacéis, me entiende usted, befa de ellos en secreto. Venís a misa, rezáis el rosario, asistís a las procesiones; pero es porque no os cuesta ningún trabajo. En cambio, si a mano viene, no os importa trabajar en día festivo, faltando a uno de los primeros mandamientos de la ley de Dios, que dice ?santificar las fiestas...? Lo que hacen mis feligreses en tiempo de yerba, como ahora, es un verdadero escándalo, y está dando que decir, me entiende usted, a todas las personas piadosas del concejo. Con la mayor frescura levantan la yerba los domingos, la cargan y marchan con su carro chillando por el medio del pueblo, como si Dios no los mirase, como si no clavasen con su pecado una espina más en la cabeza de nuestro Redentor. Esto no está bien, no está bien, y espero que os corrijáis, si no queréis ser los sepulcros blanqueados de que nos habla el Evangelio, llenos de podredumbre, me entiende usted, y de inmundicia por dentro, y limpios por fuera... eso es...

?Pero alguno me dirá: ?De modo que, bajo ningún pretexto, se puede trabajar los domingos?... Yo le contestaré: Distingo... Si Juan, Pedro o Diego, pongo por caso, tienen la yerba tendida en la heredad y temen que se les pierda de no meterla cuanto antes en la tinada, bien porque el día amenaza nublado y amanece a llover, o bien, me entiende usted, porque ya esté seca de algunos días o por cualquier otra causa; si aprovechan la ma?ana del domingo para meterla, y efectivamente la meten, procurando no dar escándalo... no pecan... Pero si Juan, Pedro o Diego se ponen a revolver la yerba o a meterla un domingo por estar más desocupados el lunes, o porque, me entiende usted, quieren concluir cuanto más antes esta labor para comenzar otra, o por decir que la tienen en la tinada antes que los demás vecinos, o por cualquier otra causa que no sea legítima... entonces pecan mortalmente.

?Por consiguiente, ya lo sabéis... No se puede trabajar los días festivos sin causa; que lo oigan bien esos que están a la puerta... ?sin causa legítima!... Los que trabajen pecan mortalmente y están condenados, si no se limpian en el sagrado tribunal de la Penitencia, a las penas eternas del infierno.

?Por consiguiente, ya lo sabéis... El tercer mandamiento de la ley de Dios es ?santificar las fiestas.? Todos estamos obligados, me entiende usted, a guardar los días de precepto, no sólo para bien de nuestra alma, sino por el ejemplo que con nuestra buena conducta damos a los otros. Los que falten a este sagrado precepto sin necesidad, cometen un grave pecado. Dios ha descansado el séptimo día cuando hizo el Universo, y quiere que nosotros descansemos también...

?Por consiguiente, ya lo sabéis...?

Todavía siguió el cura buen rato arrastrando con esfuerzo el carro de la palabra, repitiendo los mismos conceptos, a veces con las mismas palabras, buscando en los nudillos de los dedos, que frotaba suavemente, nuevas ideas y argumentos. La voz era profunda, particularmente al terminar los períodos: al principiarlos, más gangosa que profunda.

Los rostros de los feligreses expresaban aburrimiento resignado. Las mujeres, sentadas en el suelo, miraban cara a cara al cura con ojos distraídos. Los hombres de la puerta bostezaban, abriendo la boca hasta descoyuntarse las mandíbulas. Andrés, el maestro y D. Jaime, fatigados de escuchar, se replegaron también hacia el banco donde estaba el escribano. Se empe?ó una conversación animada acerca de lo que podía recaudarse entre los vecinos para la fiesta parroquial, que no estaba muy lejos. El escribano, D. Jaime y otro de los que allí se hallaban sostenían la causa de los vecinos y se oponían a que se les gravase, alegando que la fábrica aún tenía algunos fondos: el maestro y Celesto defendían la del cura.

Al fin terminó éste su plática, y prosiguió la misa. Todos volvieron a sus primitivos puestos. Los cantantes apenas tuvieron ya que decir en adelante más que amén y et cum spiritu tuo, respondiendo al cura. Cuando éste, después de cantar solemnemente el ite misa est, echó la bendición al pueblo, los circunstantes se volvieron unos a otros, diciendo un ?buenos días? amical y apresurándose a recoger los sombreros. Algunos se marcharon; otros, entre ellos Andrés, esperaron al cura, que entró en la sacristía mascullando latines, los ojos bajos y las manos juntas. Después que se despojó de la casulla, saludó con expansión a sus amigos.

Cuando nuestro joven salió de la iglesia, las campanas repicaban alegremente. El sol ba?aba ya enteramente el valle. Mozos y mozas formaban pintorescos grupos dentro y fuera del pórtico, que empezaban a moverse en dirección al pueblo. En uno de ellos atisbó a la morenita que le había llamado la atención.

-Oiga usted, Celesto, ?quién es aquella chica morena que está a la izquierda del hombre de la boina?

-?Cuál, la del pa?uelo azul?

-No, la del pa?uelo negro y corales en la garganta... la que ahora se despide, mire usted.

-?Ah, sí!... la hija de Tomás el molinero... No piense usted en ella, D. Andrés... (bajando la voz y en tono confidencial). Yo le daré a conocer otras mucho más amables en cuanto usted se mejore un poco... ésa es una yegua.

            
            

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