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El cura de Riofrío frisaba en los sesenta a?os. Era un hombre peque?o y grueso, de cuello corto, rostro mofletudo y rojo, o por mejor decir, morado; los ojos claros y redondos, como trazados a compás; ágil en sus movimientos, a pesar de la obesidad, y fuerte como un atleta. La expresión ordinaria de su fisonomía, dura, casi feroz; mas cuando tenía que expresar algo, aunque fuese lo más insignificante, v.
gr., cuando preguntaba la hora o el tiempo que hacía, hinchaba de tal suerte su nariz borbónica, abría los ojos desmesuradamente y los clavaba con tal fuerza en el interlocutor, que éste necesitaba mucha presencia de ánimo y sangre fría para no echarse a temblar.
Andrés se sintió profundamente intimidado cuando su tío le propuso que se quitase las botas y se pusiese las zapatillas.
-Me parece que no hay zapatillas en la maleta... Vienen en el baúl que trae un carretero-dijo, con el aspecto encogido y el acento del que confiesa un delito.
-?Cómo! ?No traes zapatillas?
-No, se?or-se atrevió a responder con voz débil.
-Bien; entonces te pondrás unas mías.
El cura entró un momento en la alcoba oscura de la sala, y salió empu?ando un par de zapatillas como lanchas, que dejó caer con estrépito a los pies de su sobrino.
-Ahora quítate esa gabardina.
-?Qué gabardina?
-La que traes puesta, hombre... no vale nada... parece de papel... Te estás muriendo de frío.
Andrés comprendió que se refería al jaquette.
-No, se?or, no tengo frío.
-Sí lo tienes; ponte ese chaquetón forrado; ya verás qué pronto entras en calor.
En el chaquetón que le presentaba su tío cabían cómodamente, a más de él, otros dos sobrinos. Pero Andrés estaba tan asustado, que se lo metió sin replicar.
-Ahora hace falta que te abrigues esa cabeza, hombre, ?esa cabeza!... El sombrero lastima la frente... Espera un poco; tengo yo un gorro que te vendrá de perilla.
Era un gorro de terciopelo negro, alto y vueludo, que le tapó las orejas. Cuando se miró en el espejillo que colgaba sobre la cómoda, hacía una figura tan lúgubre y extra?a, tan semejante a la de un amortajado, que sintió miedo.
-Siéntate ahora en ese sillón.
-No estoy cansado.
-Siéntate, digo, y responde a lo que voy a preguntarte. ?Me contestarás con toda franqueza?
-Sí, se?or.
-?Cómo te encuentras del estómago?
-Así, así.
-Eso no es decir nada... Tú me has prometido franqueza...
-Me encuentro medianamente.
El cura, que paseaba por la sala con las manos atrás, se detuvo delante de su sobrino, y clavando en él una mirada de increíble ferocidad, le dijo con acento enérgico:
-?Pues es necesario curarse!
Andrés no respondió.
-?Pues es necesario curarse!-repitió en voz más alta y sin dejar de atravesarle con la mirada.
-Procuraré-dijo Andrés entre dientes.
-?Cómo?
-Procuraré.
-Procurarás... está bien; está perfectamente-dijo el cura dulcificándose un poco y continuando sus paseos.-Lo primero que debemos hacer para curarnos es cuidar del abrigo, sobre todo del abrigo del estómago. Traerás faja, ?no es cierto?
-No, se?or.
-?Cómo! ?No traes faja?-exclamó quedando inmóvil, petrificado.
-No, se?or; no me ha hecho falta.
-Ma?ana te pondrás una mía de franela. A mí me da cinco vueltas. A ti supongo que te dará alguna más.
-?Me dará quince!-pensó con desesperación Andrés, que sudaba ya copiosamente dentro de la zamarra.
El cura siguió paseando y desenvolviendo su sistema terapéutico, fundado casi exclusivamente en el algodón y la lana. Andrés le examinaba en tanto con viva curiosidad no exenta de miedo, imaginando que había hecho muy mal en venir a caer en las garras de aquel salvaje.
Concluida la exposición del sistema, el cura se informó de muchas cosas, que no sabía, tocantes a la familia. Treinta a?os hacía que desempe?aba aquel curato, sin traspasar sus términos más que cuatro o cinco veces para ir a la capital del obispado. Había sido muy camarada del padre de Andrés; le había querido en el alma; pero desde su matrimonio no le había vuelto a ver. En cierta ocasión habían re?ido por cuestión de intereses: se habían cruzado entre ellos algunas cartas muy agrias, que Andrés había encontrado entre los papeles del ministro. éste le decía en una que ?para llegar a la posición que él ocupaba en la magistratura, algún discurso y algunas partes intelectuales se necesitaban.? El cura respondía que ?para alcanzar el estado sacerdotal también se requerían cualidades de inteligencia.? El ministro replicaba furioso: ?Cuando a ti te han ordenado, hombre de Dios, ?no habrían podido ordenar igualmente al jumento que te llevó a Valladolid?? Estas y otras groserías se habían olvidado, al parecer, por ambas partes. El magistrado, cuando hablaba del cura a su hijo, le decía: ?Más claro que mi primo Fermín, el agua.? El cura, cuando se refería al magistrado, llevaba siempre el dedo a la frente con respeto, para indicar dónde estaba el fuerte de su primo. Aunque algo sabía de lo que había pasado después de la muerte de aquél, no estaba al corriente de los varios sucesos ni de las reyertas que el muchacho había tenido con su curador por motivo de intereses. Andrés, un poco más tranquilo ya, empezó a referírselas por menudo. Al llegar al punto del rompimiento se le inflamó el rostro de tal manera al cura, que Andrés temió una congestión.
-?Pobre muchacho!... ?Y qué es de esa buena pieza?
-?Quién, mi tío?... Pues paseándose muy tranquilo y comiéndose la tercera parte de mi fortuna, que le he cedido por no llevar a un hermano de mi madre a los tribunales.
-?Majadero!-gritó el cura abalanzándose a él con los ojos terriblemente inyectados; pero dulcificándose súbito, a?adió:-Tú no tienes la culpa... eres Heredia al fin y al cabo, como tu padre, como yo, como mi hermano Pedro... ?Unos tarambanas todos!...
La conversación se había prolongado. La se?ora Rita entró a encender un velón de aceite, pues la estancia ya estaba casi en tinieblas; después extendió el mantel para la cena sobre una mesa de casta?o, negra y pulida por los a?os de uso. Al poco rato vino con una cazuela humeante, que depositó sobre la mesa, diciendo:
-La cena en la mesa.
-?Santa palabra!-exclamó el cura levantándose.
Al sentarse frente a él, Andrés observó que la luz del velón hería de lleno cierto cuadro que colgaba de la pared, representando un militar a caballo.
-?Qué general es ése, tío?-preguntó, dando por supuesto que era un general.
-D. Ramón Cabrera-dijo el cura ahuecando la voz.-?No le conoces por su mirada de águila?-Y extendiendo en seguida la mano derecha sobre la cazuela, a guisa de bendición, masculló algunas palabras en latín, que Andrés no pudo entender.
-?A cenar, muchacho!
-Cabrera fue un gran general-dijo Andrés para adular a su tío.
-?Quién lo duda, chico, quién lo duda!-exclamó éste dejando caer la cuchara sobre el plato.-Sólo algún liberal botarate puede llamarle todavía cabecilla... ?Anda, anda con el cabecilla!... Si le hubieran visto en la batalla de Muniesa con el anteojo en la mano, me entiende usted, echando líneas y paralelas... Aquí, escondida detrás de este repecho, la caballería para cargar cuando haga falta... En la retaguardia los batallones navarros... En la vanguardia los castellanos... ?Capitán Tal, despliegue usted su compa?ía en guerrilla y moleste usted al enemigo por el flanco derecho... Coronel Cual, proteja usted con un batallón al capitán Tal para el caso de retirada... Comandante Tal, ataque usted con cuatro compa?ías aquella posición... Coronel Cual, proteja usted con un batallón al comandante Tal en el caso de retirada... Brigadier Tal, marche usted con los regimientos Tal y Cual por el flanco izquierdo a coger la retaguardia del enemigo... Brigadier Cual, prepárese usted a atacar de frente en el momento que yo lo ordene.?
El cura de Riofrío, al poner estas órdenes en boca de Cabrera, imitaba la voz y los ademanes imperiosos de un general en jefe; se?alaba con el dedo los diversos rincones de la sala, cual si realmente estuviesen escondidos en ellos batallones, regimientos y brigadas.
-Y mientras tanto-continuó,-?qué hacía el general Nogueras? Figúrate, muchacho, que le habían hecho creer que Cabrera no era más que un cabecilla de mala muerte, un estudiante, un teólogo que no sabía palabra del arte de la guerra. Así que, tomando el anteojo, me entiende usted (el cura hacía ademán de aplicárselo al ojo derecho), dijo a sus ayudantes: ?Muchachos: el seminarista se atreve a presentarnos batalla con los desharrapados que le siguen; es necesario darle una lección muy dura para que en su vida vuelva a ponerse delante de un general espa?ol.? En seguida, me entiende usted, da sus órdenes y dispone el ataque. Suena el toque de fuego, ?pin! ?pan! ?pun! de aquí, ?pin! ?pan! ?pun! de allá... ?pom! ?pom! suena la artillería de los liberales. La de los carlistas, callada esperando la ocasión... Los liberales parece que llevan ganada la batalla, y avanzan... En esto el general Nogueras, que seguía contemplando con su anteojo el combate, mientras charlaba y reía con sus ayudantes, se pone serio de pronto... ??Rayos y truenos! ?Qué es lo que veo?... ?La vanguardia del ejército envuelta! ?De dónde mil rayos ha salido esa tropa? ?Qué caballería es aquélla?... A ver, uno de ustedes, a enterarse de por qué retroceden los batallones de cazadores... Que cargue la caballería... ?Dónde está?... ?Si tiene cortado el paso!... ?Los planes de este seminarista ni yo los entiendo, ni el diablo que lo lleve tampoco!?... En esto llega un ayudante gritando: ?Mi general, escape V. E. a u?a de caballo, porque estamos envueltos y vamos a caer en las manos de Cabrera.? El general Nogueras, acto continuo, pone espuela al caballo, diciendo: ??Qué cabecilla ni qué barajas!... ?éste es un general consumado, que da quince y raya a todos los generales de la reina!?
El cura, al terminar su descripción, tenía el rostro tan inflamado que daba miedo. Algunas gotas de sudor le salpicaban la frente. Se le había caído la servilleta, que estaba prendida por una punta al alzacuello.
-Habrán cogido ustedes muchos prisioneros-dijo Andrés.
-?Cómo nosotros?-repuso el tío con acento irritado.-Yo no he sido nunca militar... ?ni ganas!
Después comió con tranquilidad la sopa, y durante la cena siguió la conversación estratégica. Al finalizar, rezó en voz alta un Padre Nuestro en acción de gracias, acompa?ado del sobrino, y ambos se fueron a la cama, poco después que las gallinas.