Chapter 8 No.8

Ese género de amistades reparadoras, que son el sue?o de tantas mujeres mal casadas, o cuando menos de las mejor casadas, necesitan indudablemente para conservarse puras, de caracteres excepcionales, y también de ciertas circunstancias como las que habían ligado a Juana de Maurescamp con el se?or de Lerne. Pero en fin, esos amores heroicos no carecen de ejemplos en el mundo, aunque el mundo no crea en ellos. El mundo no gusta de estos méritos que traspasan los límites comunes, que son los suyos.

A más, los amores inocentes, son los que menos se ocultan; desde?ando la hipocresía, dan margen más fácilmente a la maledicencia. Nadie extra?ará, pues, que la gente juzgase con su escepticismo e indelicadeza acostumbrada, las relaciones de una naturaleza tan pura como las que se habían establecido entre aquellos jóvenes.

El hombre menos capaz de comprender un afecto de esa especie, era ciertamente el barón de Maurescamp. Aunque fuese muy celoso, más por amor propio que por su amor a Juana, nunca se había ocupado de desconfiar de su amigo Monthélin, quien, sin embargo, tan cerca se había hallado de comprometer su honor, pero en cambio, con el tacto habitual de su cofradía, no dejó de abrir desmesuradamente los ojos, ante la intimidad irreprochable de su mujer con Jacobo de Lerne. Detestaba por instinto al joven, quien le era superior en todo sentido; muchas veces había sido su rival en las regiones del mundo galante, donde la distinción de la inteligencia y la elevación de los sentimientos conservan siempre su prestigio. Pareciole demasiado duro al se?or de Maurescamp el tenerle por rival hasta en su interior conyugal, y hay que convenir en que si él no hubiese sido el menos recto y el más culpable de los maridos, su susceptibilidad en aquella ocasión habría sido de las más disculpables.

Juana habíase apercibido más de una vez del mal humor con que su marido soportaba las asiduidades del se?or de Lerne, pero fuerte en su conciencia, habíase preocupado poco de ello. Sin embargo, durante su permanencia en Dieppe, varias veces intentó mostrarle las cartas que recibía de Jacobo, a fin de tranquilizarlo respecto al carácter amistoso de sus relaciones. Para convencerlo mejor, ingeniose tan bien varias veces para hacerlo permanecer en el salón entre ella y Jacobo, tratando de alejar de sus relaciones hasta la sombra de un misterio. Pero todos sus afanes estuvieron muy lejos de alcanzar el éxito que deseaba. El se?or de Maurescamp no se encontraba bien; sentíase irritado del papel secundario que desempe?aba en tales ocasiones; encogíase de hombros, decía dos o tres bromas groseras y se marchaba. A pesar de todo, la verdad tiene tanta fuerza, que a veces sentíase inclinado a creer que sus relaciones eran en efecto puramente sentimentales. Pero no por esto sentía un odio menos reconcentrado y violento, y que no esperaba sino una ocasión para manifestarse.

Desgraciadamente, la ocasión no tardó en presentarse. Como lo hemos dicho ya, hacía cerca de un a?o que el se?or de Maurescamp estaba enamorado de Diana de Grey, joven amazona americana, que entonces llamaba mucho la atención en París. Esta criatura, hija de un acróbata de baja esfera, y sumergida en el fango, no dejaba por esto de poseer la belleza pura y fresca del lirio. Pálida, delgada, elegante, de una perfección plástica, de una depravación singular, a la que unía la ferocidad anglo-sajona, reunía, pues, todas las cualidades apropiadas para subyugar a un hombre como el se?or de Maurescamp. Así, pues, habíale inspirado una de esas pasiones terribles y serviles que son en general el privilegio de los viejos, pero que los jóvenes depravados experimentan algunas veces como anticipación hereditaria. Primeramente le había conquistado con su gracia y su fama, y acabó de subyugarle con los caprichos fantásticos con que lo atormentaba. Hay hombres que, como la mujer de Sganarelle, gustan de que se les castigue. El se?or de Maurescamp era de este número, y fue al respecto, servido a su gusto por la graciosa americana. Si lo hubiese querido, habríale hecho pasar a latigazos por uno de esos arcos de papel, por donde ella pasaba todas las noches en el circo; pero prefirió hacerse regalar un lindo hotel en las cercanías del Bosque de Bolonia con todo lo necesario para vivir en él confortablemente. Mediante esta compensación, comprometiose a que, una vez terminado su compromiso, renunciaría a su carrera artística, y colmaría los votos del se?or de Maurescamp.

En los primeros días de abril de 1877, esta singular persona tuvo la idea de estrenar su casa convidando algunos de sus amigos a un almuerzo. Ella misma hizo la lista de los convidados, y con gran disgusto del se?or de Maurescamp, el nombre del se?or de Lerne se hallaba también inscripto; conocíalo ella apenas, pero había oído hablar mucho de él, puesto que había dejado en la alta bohemia parisiense una reputación de amable compa?ero y de caballerosidad. Jacobo había roto completamente con la sociedad en que Diana Grey era una de las estrellas; pero temiendo, sin razón, herir la susceptibilidad de Maurescamp, si rehusaba la invitación de su querida, aceptó.

Diana Grey colocó al se?or de Lerne a su derecha, y desde el principio del almuerzo, ocupose de él de una manera muy marcada. Jacobo hablaba perfectamente el inglés; y ella gozaba de conversar en un idioma que el se?or de Maurescamp no tenía la ventaja de poseer. Jacobo hacía todo lo posible por substraerse a las amabilidades demasiado expresivas de su vecina y trataba de hablar en francés; pero ella no quería y volvía resueltamente a hablar en inglés, vaciando a su salud copas llenas de ?pale ale?, mezclada con Oporto. Al mismo tiempo lanzaba miradas despreciativas y provocadoras a Maurescamp, que se hallaba frente a ella en la mesa, y que estaba visiblemente contrariado.

Las mujeres de la especie de Diana Grey, toman represalias salvajes de los hombres que las compran.

El almuerzo fue un poco frío. La due?a de casa parecía la única que se divertía francamente. Cuando hubieron concluido, Jacobo de Lerne, pretextando una cita por negocios, se apresuró a substraerse a aquella situación enojosa.

Diana Grey, así que se hubo ido, encendió un cigarrillo, y tendiéndose en un diván a la americana bebió su Oporto. Apercibiose entonces de que Maurescamp estaba disgustado, y para componer las cosas, le dijo, con ligero acento:

-Mi gordo ?boy?, es muy interesante el amante de vuestra mujer... tengo un capricho por él, ?sabéis?

-?Estáis ebria, Diana?-dijo Maurescamp poniéndose muy encendido-. Estáis ebria, y os olvidáis de quien habláis.

-?Porque hablo de vuestra mujer? ?Pues no me habláis vos también de ella, querido amigo? Me habéis dicho que era un hielo... ?Un hielo! ?Ah, qué bueno! ?y habéis creído eso? ?pobre ángel! Es una cosa sumamente graciosa que todos los maridos crean que sus mujeres son de escarcha... ?Pero nosotras sabemos que son todo lo contrario para sus amantes!

Y continuó arrojando bocanadas de humo de su cigarrillo por entre sus labios rosados.

-Está completamente ebria-dijo uno de los convidados a Maurescamp. Y es lástima, pues sin eso sería perfecta.

Una hora después, cuando todos hubiéronse ido, Diana confesó secretamente a Maurescamp, que en efecto, estaba ebria, y que por consiguiente, todo lo que había dicho, no debía tomarse en cuenta; después de lo cual pidió perdón y lo obtuvo.

Pero la se?ora de Maurescamp no obtuvo el suyo. Hacía ya mucho tiempo que su marido no la amaba, y mucho tiempo que había comenzado a odiarla. Porque en esa clase de desinteligencia, es raro que el desacuerdo se detenga en la indiferencia. Las odiosas y cínicas palabras proferidas públicamente por Diana eran, por otra parte, elegidas expresamente para exasperar al se?or de Maurescamp. Sin tener mucha imaginación, tenía la bastante para figurarse a su mujer, que no había tenido sino frialdades y desprecios para él, abandonándose en brazos de otro a los vivos transportes de la pasión, y esa imagen, desagradable para cualquier otro, lo era en supremo grado para un hombre vanidoso, altanero, y tan engreído y sanguineo como era el se?or de Maurescamp. No se detuvo a pensar que podía ser algo injusto el hacer depender el reposo, el honor y la vida de su mujer, de aquella habladuría de su querida en estado de embriaguez. Sentía rebosar en su pecho los sentimientos de despecho, celos, y odio que se condensaban hacía tanto tiempo contra su mujer y contra Jacobo de Lerne, y resolvió poner término a sus relaciones, vengándose a un mismo tiempo de ambos.

La ocasión para un duelo pareciole especialmente oportuna, los incidentes del almuerzo podían suministrarle un pretexto especioso, que tendría la doble ventaja de dejar el nombre de su mujer fuera de las querellas y asegurar a él la elección de las armas. Era hábil en el manejo de la, espada, y aunque bravo por naturaleza, no se sentía con humor de despreciar aquella ventaja.

            
            

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