Al día siguiente, al subir al cupé de su marido para ir a casa de Lerne, sentíase Juana agitada. Habíale preocupado mucho el traje que llevaría; después de muchas reflexiones, decidiose a ponerse un traje austero, en armonía con la gravedad del rol que iba a desempe?ar aquella noche.
Púsose únicamente un vestido de terciopelo punzó, obscuro. Era lástima que sus brazos y hombros quedasen al descubierto en su deslumbrante desnudez; la severidad de su actitud sufría una alteración. Pero no podía hacerlo de otro modo.
En la mesa fue colocada a la izquierda de Jacobo, que tenía a su derecha a la se?ora de Hermany. Como había acalorado un poco su imaginación sobre el culto secreto que le consagraba el joven, no dejó de parece ríe al principio que aquel culto era por demás discreto. El se?or de Lerne apenas le dirigía la palabra, y se consagraba exclusivamente a su vecina de la derecha. No teniendo otra cosa en qué ocuparse prestó el oído a su conversación; entre otras cosas, oyó que la se?ora de Hermany le reprochaba el poner sobrenombres a todo el mundo.
-Supongo-le dijo-que yo también tendré el mío.
-Sin duda alguna-contestó Jacobo.
-?Y cuál?-preguntó la joven rubia alzando su frente angelical.
-??Agua que duerme!?-dijo el joven, inclinándose un poco hacia ella.
La se?ora de Hermany se ruborizó; después, mirándole de frente con aire de ni?a en su primera comunión:
-?Y por qué ?Agua que duerme??
-Por nada... es un nombre indio.
-Y yo, se?or, ?tengo también un apodo?-preguntó Juana sonriendo.
-?Vos?-dijo. Fijó en ella la mirada, saludola ligeramente y a?adió en tono serio:-?No!
Viéndola un poco turbada, cambió inmediatamente de conversación, hablando de las piezas nuevas, de los museos, de los países extranjeros que había visitado, pareciendo hacerle aquellas ligeras observaciones, únicamente para tener el gusto de oír sus respuestas, y mirándola con aire grave y dulce, como para animarla a contestarle con exactitud.
?No había duda! Sí, decididamente algo había de extraordinario. En el modo de hablarla, escucharla y mirarla, notábase una mezcla indefinible de bondad y distinción que parecía reservada únicamente para ella. ?Cómo ella no se había apercibido antes?... ?Qué singularidad!... Y tanto más singular era lo que sucedía, cuanto que ella no era, no, absolutamente de aquellas a quienes aprecia un hombre semejante. Pero, al fin, era una fineza de su parte, y Juana desde entonces se consagró con todo empe?o e interés a la tarea de casar a aquel joven que, a pesar de sus malas compa?ías, conservaba todavía algunas buenas cualidades.
Pasó revista inmediatamente en su memoria a todas las jóvenes que conocía y que pudieran convenirle, pero en aquel momento no encontró ninguna.
Después de la comida, una parte de los convidados pasó a la pieza de fumar; el se?or de Lerne les seguía, cuando su madre le detuvo.
-Jacobo-díjole-, toca tu último vals a la se?ora de Maurescamp antes que lleguen los demás convidados; no te lo ha oído, y estoy segura de que le gustará.
-Os pido que lo hagáis, se?or-dijo Juana.
El se?or de Lerne saludó y sentose al piano. Tocó el vals nuevo y algunas otras piezas nuevas que le pidió Juana.
Como sucede casi siempre en tales casos, los convidados, después de haber escuchado un rato, retiráronse a conversar cada uno por su lado. La se?ora de Maurescamp quedó sola como dilettante obstinada, cerca del piano y de Jacobo, en una de las extremidades del salón.
Cuando el joven hubo terminado una ritornela brillante y paseaba distraído sus dedos sobre el teclado, Juana creyó llegado el momento fisiológico:
-?Qué talento tenéis!-díjole-, y a más, pintáis muy bien, según dicen.
-Borroneo un poco...
-?Qué cosas tan curiosas hay en este mundo... cosas inexplicables!-articuló la joven como hablándose a sí misma.
-?Soy yo, se?ora, quien os sugiere esa reflexión?
-Sí, tenéis todos los gustos que pueden detener a un hombre en su casa... y vivís... en el círculo...
-?Dios, mío! ?Vaya!-dijo el se?or de Lerne.
-Se?or Jacobo-replicó Juana, cuyo abanico se agitó violentamente.
-?Se?ora?
-?Os voy a parecer muy indiscreta?
-?Soy tan indulgente!...
-Vuestra madre desea veros casado.
-Me lo figuro, se?ora.
-?Y vos no lo queréis?
-No, se?ora, absolutamente.
-?Tenéis alguna razón para ello?
-Una sola, y es que no conozco una sola que sea digna de mí.
-?Ah! ?Mi Dios!
-Es decir, perdón...-replicó Jacobo con la misma gravedad-: estáis vos... pero vos no sois libre... y por otra parte...
-Por otra parte, ?qué?-preguntó la joven, tendiendo el arco de sus cejas.
-Por otra parte... vos, vos misma estáis a punto de caer.
-?Pero, se?or Jacobo!
-Excusadme, es mi opinión.
-?Por qué?-continuó Juana.
-Por que elegís mal vuestros amigos.
-?Eso quiere decir, supongo, que hago mal en no elegir al se?or Jacobo de Lerne?
-No... de veras... no. Y, sin embargo, tal cual me veis, había nacido para comprender y aun para participar de los amores de los ángeles.
-?Ah! francamente-dijo riendo la se?ora de Maurescamp-, si he de dar crédito a las voces que corren, os halláis muy lejos de los amores de los ángeles.
-?Qué queréis? Me han desanimado-dijo el se?or de Lerne riendo a su vez-. ?Me permitís, se?ora, contaros una historia escandalosa?...
-Me interesará mucho... pero supongo que tendré que irme a la mitad.
-Yo no lo creo. Es una historia que os aclarará muchas... es la de mis primeros amores... en que me conduje como un miserable... Pero no anticipemos. Tenía, se?ora, veintiún a?os, y por extra?o que parezca, no había amado todavía... Tenía entonces, de las mujeres y del amor, una idea extraordinariamente elevada, casi santa. Tenía en mi corazón un verdadero tesoro de abnegación, de amor y de respeto, al que no me era dado dar una mala colocación. En fin, encontré una mujer a quien amé, como ella quería ser amada, y que no amó como ella quiso amarme. Pertenecía al mundo más aristocrático. Estaba mal casada, sobre eso no hay que decir, y era muy desgraciada, no era joven ya, pero por eso mismo la amé más todavía, pues había sufrido mucho... Bella en extremo todavía, aunque rubia; y a más de una honestidad timorata que me desesperó más de una vez... Porque, en fin, aunque me era sagrada, yo tenía veinte a?os... Pero había que respetarla o alejarme de ella...
Nuestras entrevistas eran raras y cortas. Su marido era celoso y la vigilaba de cerca. Podíamos muy bien darnos algunas citas por los medios más vulgares. Pero todo lo que era vulgar, todo lo que hubiese podido degradar nuestro amor, nos repugnaba igualmente a ambos... Los meses se pasaron en este encantamiento y en esa contrariedad. A pesar de sus reservas, muy penosas sin duda, que su conciencia me imponía, quizá a causa de esa misma reserva, sentíame tan enamorado y tan feliz, como se puede serlo en este mundo; sentía la más grande alegría al dar a aquella criatura tan querida, toda su felicidad perdida, sin tener ningún remordimiento serio, porque lo poco que me concedía, habríaselo concedido a un hermano, y sin embargo, ese poco era para mí la más suprema voluptuosidad.
En una hermosa noche del mes de octubre, durante las cacerías-éramos vecinos en el campo-, su marido había ido a pasar veinticuatro horas a París... A fuerza de súplicas y de juramentos, pude conseguir que me concediese pasar una hora en su habitación...
-?Perdón!...-dijo la se?ora de Maurescamp, levantándose de su asiento-, ?si me fuese?
-No, no, no temáis nada.
-La habitación estaba en el primer piso y se abría sobre el parque. Penetré allí hacia media noche por una ventana un poco alta y de un acceso bastante difícil a cuyo alrededor había, lo recuerdo, algunos bejucos y jazmines y clemátides que esparcían por la noche un olor exquisito, no sé si fue aquel olor un poco capitoso, o la impresión nueva para mí de aquella habitación personal... pero debo confesaros que aquella noche estaba menos resignado que nunca a los, escrúpulos inhumanos que se me oponían... Aquélla fue una escena dolorosa que no recuerdo sin avergonzarme...
La pobre mujer acabó por arrojarse a mis pies, con las manos juntas, suplicándome que fuese honrado y preguntándome con lágrimas en los ojos, si no era feliz, si podría serlo jamás tanto, si podría serlo a expensas de su reposo, de su honor y aun de su vida... porque ella no sobreviviría a su deshonra... En fin, ella venció. Yo cedí en parte a sus lágrimas, en parte a mis propios sentimientos que me decían que no podía haber más allá de aquella amistad apasionada e inocente... Ella me lo agradeció besándome como loca las manos y yo salí por donde había entrado.
Apenas había puesto el pie en la arena del camino cuando me volví para enviarle un último beso, murmurando: ?hasta ma?ana! Vila a la claridad de la luna parada e inmóvil dentro del marco de la ventana, los brazos cruzados sobre el pecho, el busto un poco echado hacia atrás. Al envío del beso, contestó con un ligero movimiento de hombros; en seguida con su bella voz de contralto que tanto adoraba, dejó caer lentamente estas palabras: ?Adiós... imbécil!
Después no he vuelto a verla. Desde aquel momento me cerró su puerta, su ventana y su corazón.
La se?ora de Maurescamp habíale escuchado con extremada atención. Cuando hubo concluido, mirole fijamente:
-?Y qué consecuencia sacáis de eso?-díjole.
-He sacado por consecuencia que las mujeres honestas eran demasiado fuertes para mí.
-A la verdad, se?or, que si para justificar vuestro desprecio por nuestro afecto no tenéis más motivos que ese recuerdo de vuestra juventud...
-?Oh, tengo otros!-dijo el se?or de Lerne.
Pronunció esas palabras con un tono tan singular que Juana lo miró, y sorprendida quedó de la expresión casi dolorosa que repentinamente había contraído su frente y sus labios.
-?Tengo recuerdos atroces!-a?adió el joven insistiendo.
Después, con un acento conmovido, a?adió:
-Sois una joven llena de bondad y delicadeza, a quien estimo en extremo, pero esos motivos no puedo decirlos, ni a vos misma.
Levantose Juana algo turbada y alzando su tapado:
-Creo que me comprometo-dijo risue?a.
El se?or de Lerne se levantó también inmediatamente diciendo:
-Perdón por haberos detenido tanto tiempo.
-?Pero yo no renuncio!-dijo ella graciosamente al alejarse.
él se inclinó sin contestar.
La larga conversación de la se?ora de Maurescamp y Jacobo, no había dejado de despertar la curiosidad más o menos benévola de los invitados de la se?ora de Lerne. Juana se apercibió de ello, y para destruir el carácter sospechoso que pudiese tener aquella entrevista, dijo en voz alta a la condesa, que pasaba por su lado:
-?Ninguna esperanza, se?ora! ?He perdido mi tiempo!
La madre de Jacobo, que había observado desde lejos con vivo interés la fisonomía de los dos interlocutores, no era de la opinión de Juana. Juzgó, por el contrario, que la joven no había perdido su tiempo y que todavía había que esperar.