Chapter 9 No.9

gustavo calvat

Cuatro meses han transcurrido. Nos encontramos ahora en París, bulevar Malesherbes, en casa de la madre de Mariana de La Treillade, o, mejor dicho, de Mariana misma, quien tiene sus amiguitas personales a quienes recibe con entera independencia para charlar, según vocablo de su predilecta devoción. Y, en efecto, charla en esos propios instantes a más y mejor en amor y compa?ía de su inolvidable institutriz miss Eva Brown, de la gentil millonaria norteamericana miss Ketty Nicholson, de petrolesco olor, según detenidas observaciones de Pierrepont, sin que falte en el arcangélico coro aquella por siempre famosísima se?orita de Chalvin, que se encabritaba como un caballito resabiado, según confesión de su misma interesante mamá, cuando en algo se le contrariaba. Estas se?oritas, que se habían hecho amigas en los Genets, vuelven a encontrarse en París con recíproco placer de todas. Todas son elegantes, todas son bonitas, todas son muy blancas, la institutriz de marras inclusive, que, además de muy blanca, es muy sonrosada, ?una manzanita! ?Pero aventaja a todas también ese diablillo de Mariana! ?Mariana! de puro rostro oval, mate blancura, grandes ojos en que voltejea la ironía y peque?os dientes de roedor.

Mariana se encontraba ya en París cuando el matrimonio de Beatriz, e historiaba a sus adorables amiguitas aquella ceremonia. Efectuóse en la iglesia de Passy, y Beatriz había querido que fuera muy sencilla a causa de su luto y de las pasadas desgracias de familia: además, hubo poca gente a causa de la estación, mediado de octubre, en que todo el mundo elegante está aún fuera de la gran ciudad. Sin embargo, Mariana había notado que entre los concurrentes había mucho cursi y conjeturaba magnánimemente que debían ser parientes del desposado... La se?ora de Montauron pretextó una violenta crisis reumática y tuvo a bien quedarse en su casa... enviando a los novios como regalo una docena de cubiertos de plata... ?qué ruindad!... ?y siendo tan rica!... El marqués de Pierrepont tampoco estuvo en la fiesta; se limitó a enviar un telegrama desde Malta, y su ausencia había llamado la atención, puesto que era el amigo predilecto de Fabrice... pero sin duda había temido que la desposada diera un espectáculo arrojándose a su cuello delante de la concurrencia... ?Era tan tonto ese Pierrepont!... Estaba tan pagado de su persona y méritos, que se creía, el muy necio, que todas las mujeres estaban locas por él... A Marianita lo que más le chocaba en el mundo era un fatuo... Miss Eva y la se?orita de Chalvin estaban de acuerdo... únicamente miss Nicholson, aunque americana, tímida, ?rara avis!, tomó mansamente la defensa del marqués... Mariana se enfadó... Era Pedro un hombre que ella no había podido soportar... Además lo aborrecía desde que con su charla había comprometido tan terriblemente a su prima la de Aymaret... verdad que a ésta no le importaba; muy al contrario, tenía como una especie de empe?o en hacer ver que era amante de él... ?Ya se ve, como es tan guapo!... ?y tan caballero!... Y si no, aquí entre nosotras, a?adía Marianita, ?no ha hecho todo lo posible por comprometer también a la se?orita de Sardonne antes de que se casara con el se?or Fabrice que, por cierto, me parece un buen hombre...? ?Y saben ustedes que ha montado bien su casa, calle Prony?... Elisa, precisamente la prima de Aymaret es quien lo ha dirigido todo... Fabrice quería hacer verdaderas locuras... me ha dicho que ella ha tenido que contenerlo... Francamente, no es rico... no tiene más que lo que gana con su trabajo... Verdad es que vende muy caros sus cuadros... ?Y quisiera yo saber lo que le ha llevado a la baronesa por su retrato!... ?También es cierto que yo en su lugar hubiera saldado la cuenta de lo lindo!... ?Miren ustedes con una docena de cubiertos!

-?Y el marqués de Pierrepont está siempre en Malta?-preguntó miss Nicholson.

-No, ahora creo que está, en Gythere.

-?En Gythere?

-Sí, al menos yo lo he visto anoche en el teatro con una ella que tenía el tipo de aquel país.

-Pero, ?es un calavera?-interrogó otra vez miss Nicholson poniéndose colorada.

-No... está de mal humor... ?aburrido!-respondió Mariana.

Los informes de la se?orita de La Treillade sobre la boda de Fabrice, aunque tan maliciosos en la forma, eran bastante exactos en cuanto al fondo, y nos dispensan de entrar en más detalles acerca del particular. También era exacto que el marqués de Pierrepont estaba de regreso en Francia hacía algunas semanas, pero no hizo más que pasar a u?a de caballo por París, para presentarse en los Genets a su tía, impacientísima ya por su larga ausencia. Pocas fechas corrían desde que la se?ora de Montauron se había reinstalado en París y en su hotel de la calle Varennes, ocupando el sobrino su antiguo elegante entresuelo del bulevar Malesherbes, mansión no lejana del palacete en que respiraba Mariana de La Treillade.

La primera visita de Pedro fue para la se?ora de Aymaret, qué también habitaba por aquellas cercanías, parque Monceau: había prevenido de antemano a la vizcondesa, quien lo esperaba con cierta desazón, porque durante la ausencia del marqués, ni éste le había escrito ni ella se atrevió tampoco a hacerlo, no pudiendo olvidar que ella fue quien lo alentó en sus desdichados propósitos acerca de la se?orita de Sardonne, que ella había sido su oficiosa mensajera para con aquella joven, que ella contribuyó en no escasa parte a la humillación que Pedro soportara, humillación que venía a hacer más punzante el efectuado enlace de Beatriz con Fabrice; por todas estas razones temió una escena de despecho, quizás de cólera y reproches, pero, por ventura de la interesante dama, su temor se hubo de disipar, por cuanto el marqués se presentó ante ella un poco pálido, es verdad, pero tranquilo, cortés y aun sonriente. Después de haber respondido casi alegremente a las preguntas sobre su viaje se dirigió a la vizcondesa:

-Querida amiga mía-le dijo-, aún voy a abusar otra vez de su amistad... Tengo que pedirle un consejo.

-No sé cómo después de lo pasado, es usted todavía tan magnánimo como para tomarme por consejera-replicó aquélla con tristeza.

-Siempre tendré un honor en que sea usted mi confidente... no sé qué línea de conducta debo seguir con Fabrice... No es para usted un secreto la estrecha amistad que nos unía de a?os atrás... Carezco de motivos fundados para romper mis relaciones con él... pero antes de ir a verlo quisiera cerciorarme de si mi presencia en su casa no sería un mal rato para él, para su mujer y para mí... En una palabra, ?supone usted que la se?orita de Sardonne, mejor dicho, la se?ora Fabrice... haya puesto en antecedentes a su marido acerca de los sentimientos que su mujer me inspiró en el pasado, y de las pretensiones que a la mano de aquélla abrigué?... Usted comprende que si es así...

-Excúseme usted si le interrumpo-exclamó la vizcondesa-, pero puedo dar a usted garantías a este respecto... Ayer mismo he visto a Beatriz, y como la conversación recayese sobre su regreso de usted, me dijo aquélla que, después de haber pensado mucho, había resuelto no hacer jamás aquella confidencia a su marido, porque consideraba que eso sería, de una parte, turbar gratuitamente su reposo, y, por la otra, faltar a la delicadeza por lo que a usted se refiere.

-Entonces, ?cree usted que puedo presentarme en casa de ellos sin inconvenientes?

-Sin duda, y aun creo que los inconvenientes estarían en no hacerlo así, porque Fabrice no se podría explicar su abstención, buscaría la causa y caería en sospechas del cuál fuese ella, lo que para nadie sería una ventaja. Le aconsejo, pues, que poco a poco corte usted relaciones que por fuerza no le han de ser gratas, pero sin romperlas bruscamente.

-Tiene usted razón... Iré... Es más, voy a ir en saliendo de aquí... ?cree usted que los encontraré en casa?... ?La se?ora de Fabrice ha fijado un día de recibo?

-Sí, los lunes... hoy es martes... pero tiene usted seguridad de encontrar siempre a Fabrice en su taller... y probablemente también a su mujer, porque me parece que aquél está haciendo su retrato.

-?Ah! ?eso me interesará!

Habló Pedro en seguida de bailes, de teatros, y a poco se despidió de la se?ora de Aymaret. Al darle la mano le dijo ésta conmovida:

-?Muy contenta de verle tan prudente!

-?Se?ora, los viajes son un gran calmante!-contestó riendo, y partió.

Al cumplimentarlo la vizcondesa por su prudencia esperó provocar una expansión confidencial que mucho ansiaba, porque después de haber temido por parte de este enamorado con tanta crueldad desahuciado violentos transportes de enojos, creyó descubrir en sus claras intuiciones de mujer que, bajo aquella tranquilidad seca y fría, se ocultaba algo terriblemente alarmante, porque si esta indiferencia de Pierrepont era sincera, acusaba una ligera y casi despreciativa inconstancia que el bello sexo no admite en estos asuntos de corazón; pero con el íntimo conocimiento que del carácter del marqués poseía, temía más bien que esas apariencias glaciales encubriesen una de esas heridas tanto más terribles cuanto que no están sino cerradas en falso.

Diez minutos después Pedro entraba en casa de Fabrice; por la indicación de un criado subió directamente al taller del pintor con la antigua confianza de los pasados tiempos: llamó ligeramente, y alzando una cortina encontróse cara a cara con Beatriz, cuyos labios se entreabrieron para lanzar un grito apenas contenido merced a un duro esfuerzo; estaba sentada a pocos pasos del caballete de Fabrice, con un libro en una mano y acariciaba con la otra la suelta cabellera de Marcela, arrodillada a sus pies. En medio de aquella grande estancia sobriamente decorada tenía lugar una de esas escenas íntimas que admiramos en los viejos cuadros de los maestros flamencos donde las nobles alegrías del trabajo parecen aliarse con las más dulces ideas de dicha y de paz.

Jacques prorrumpió en una exclamación de alegría, corriendo hacia Pedro, a quien la cordial acogida del pintor certificó en seguida de la discreción de Beatriz. Gracias a la narrada circunstancia pudo el marqués cumplimentar con más libre espíritu a los recién casados, haciéndoles mil elogios de su instalación y excusándose de no haber podido asistir a sus bodas, retenido en Malta por una grave indisposición de su amigo lord S***. La mano de Beatriz posada sobre la cabeza de Marcela abríase y cerrábase convulsivamente, haciendo centellear al vario movimiento las piedras de sus sortijas, y éste fue el único signo de emoción que diera la hermosa desposada. Dio ésta las gracias a Pedro por el brazalete enviado de Londres, prenda que encontraba del mejor gusto, informándose después del sincero interés ?la noble criatura! de la salud de la se?ora de Montauron y respondiéndole su sobrino que continuaba tan lozana como en sus mejores tiempos. Parece ocioso a?adir que nadie creyó esto, ni aun el que lo afirmaba; pero, como a todos les tenía sin cuidado la baronesa, no se insistió sobre ese punto, y así, el marqués, después de prodigar sus alabanzas al esbozado retrato, que en efecto prometía ser una obra maestra, se despidió de los recién casados.

Y se retiró llevando impreso a fuego en su imaginación el cuadro de este interior honrado y venturoso, que es la idea perdurable de los hastiados vividores de su edad, hogar que él mismo había so?ado con tan sincero ardor.

?Ay! ?qué enga?osas son con frecuencia esas escenas de aparente dicha! ?Cuántas veces al penetrar en la intimidad de un salón de familia, cuántas veces al pasar delante de la verja de alguna riente quinta, ba?ada por el sol, rebosando de flores, alegrada por la argentina risa de los ni?os, hemos dicho: ?he aquí la dicha!... ?Y cuántas veces nos hemos enga?ado!

Tal cual la vio, oyó y admiró Fabrice por la primera vez en el blanco salón de la baronesa, con su belleza de Musa y su voz grave y melodiosa, tal está Beatriz delante de él en estos momentos... Y Beatriz es su mujer: tiene allí, además, bajo su vista, cerca del corazón, su hija y su arte, es decir, todo cuanto ama en el mundo... y no es dichoso... Las venenosas insinuaciones de la se?ora de Montauron voltejean traidoras, implacables por su cabeza. Le parece advertir en los procederes de Beatriz hacia él algo así como una especie de tristeza resignada, una carencia de amante abandonado, cierta frialdad un tanto desde?osa que parecen justificar las pérfidas profecías de la baronesa. Aunque aquella hermosa estatua le pertenezca, siente que no es suya, que hay en ella algo que se rebela, un fondo de ternura apasionada que no se entrega, que se guarda como en reserva. Y como le es imposible sospechar siquiera que en el corazón de su mujer tiene un rival, se culpa a sí mismo, y un poco también a lo que le rodea. Experimenta una inquietud indefinible, se vigila con penosa desconfianza a sí mismo; teme que haya en su lenguaje, en sus maneras, en sus hábitos personales algunas torpezas involuntarias que hieran los instintos delicados, los refinados gustos, la superior cultura de su aristocrática consorte, y al mismo tiempo tiembla por el vejamen que para ella puede ser el contacto con ciertas relaciones un poco vulgares que el oficio y el compa?erismo imponen al artista.

Por desgracia, las aprensiones que asaltan a Fabrice no se hallan distantes de la certeza; aunque lo haya aceptado únicamente por desesperación, Beatriz ha entrado en casa del pintor como mujer honrada, con la más sincera resolución de sofocar todo sentimiento en contradicción con sus nuevos deberes, y decidida firmemente a identificarse con su marido; pero aunque estime sus talentos, hay en el arte del pintor algo de manual, un no sabía qué de mercantil que chocaba a esta altiva patricia. Nota también ella y nota con dolor, casi con ira, en los peque?os detalles de la vida común, ligeros solecismos de buen gusto, pecados veniales de ignorancia, faltas de menor cuantía contra ciertos principios, que denuncian en el pobre grande hombre las explicables lagunas de su educación primera, y las mujeres del temple y clase de Beatriz perdonan con más facilidad un vicio, tal vez un crimen, que una incorrección.

Conociendo Fabrice la pasión de su mujer por los ejercicios del sport, quiso que ella volviese a montar a caballo y aun él mismo se había dado a la equitación hacía dos o tres meses, acompa?ando frecuentemente a su mujer en sus paseos matutinos al Bosque. Jacques era un jinete atrevido y sólido, pero montaba mal, sin escuela y sin elegancia: su mujer se sentía avergonzada, y buscaba las más de las veces un pretexto cualquiera para no acompa?arlo, prefiriendo privarse de su placer favorito antes que ver sonreírse al pasar su marido, a los correctos jinetes de la avenida de las Acacias.

Había más todavía: contábanse entre los íntimos del taller de Fabrice, cual acontece en todos aquellos, algunos aficionados y compa?eros de juventud del pintor, formando más o menos en las filas del arte y de la literatura, cuyo tono y manera disgustaban extremadamente a Beatriz y era en vano que el artista pretextase su apremiante trabajo, era en vano que se esforzara en desalentar a estos parásitos contertulios, con especial a aquellos que se distinguían por sus procederes y maneras de bohemios. Contábase en el número de estos últimos, uno que, para desgracia de Jacques, se creía éste en el deber de tolerar; llamábase el tal Gustavo Calvat, era hermano de la primera mujer de Fabrice y, por consecuencia, tío de Marcelita; sus relaciones con el pintor remontaban a la época, ya lejana, en que los dos fueron discípulos de idéntico maestro en el mismo taller. El punto de partida era, pues, común, pero mientras Fabrice, por el no interrumpido esfuerzo y constante y austero trabajo, llegara poco a poco al ápice de su arte, Gustavo Calvat embotaba sus aptitudes y perdía lastimosamente el tiempo en palabras, proyectos, teorías, críticas trascendentales y elucubraciones estéticas que le conquistaban la admiración del bulevar de las Batignolles...

?Tú hablas mucho y dibujas poco?, le decía sobriamente Jacques.

Calvat se llevó mucho tiempo buscando qué género de pintura podría convenir mejor a su siglo y a su talento, creyendo varias veces haberlo al fin encontrado. Durante un viaje por Italia, que hizo a costa de Fabrice, se había decidido con ardor por los pintores primitivos, y volvió no hablando sino de Duccio, Cimabue, Giotto, Tadeo Gaddi, el Massaccio y el Perugino, entonando himnos interminables a los mosaicos de San Miniato y a la simplicidad hierática de los bizantinos. ?En esas fuentes frescas y puras era, según él decía con churrigueresca verbosidad, en donde debían vigorizarse las anémicas artes del siglo XIX. él, personalmente, se hacía el apóstol y el precursor de un nuevo Renacimiento... porque él, Calvat, había penetrado por manera indestructible, la inspiración y los procedimientos de esos inimitables patriarcas de lo bello... ?Y cuáles eran esos procedimientos?... La sinceridad... el candor... la fe... El artista debía principiar por borrar de un rasgo la historia del mundo, a contar del a?o 1400... olvidar redondamente que ha habido un Lutero, un Voltaire, que se ha tomado la Bastilla... era preciso no acordarse del 89... etcétera, etcétera... cerrar los ojos, recogerse en sí mismo... arrodillarse en espíritu en medio de un capítulo de viejos monjes del siglo XIV... Después abrir de nuevo los ojos y mirar al cielo piadosa, humildemente, cual un ni?o que reza su oración... Y entonces... entonces... tomar la paleta y pintar.? Y esto diciendo, trazaba en el aire con contorsiones de poseído el disparatado bosquejo de una obra maestra imaginaria. Era curioso, en verdad, ver a Gustavo desarrollar esta teoría dando a su cara de bohemio aires de vidente, mientras hacía muecas prerrafaélicas.

Después de haber hecho una Anunciación, de estilo bizantino, y una Santa Familia, sobre fondo de oro, quedó desazonado, cobrando horror a los primitivos (había de qué). Pasó después a imitar los maestros venecianos... luego la escuela flamenca y holandesa que tanto se aproxima a la naturaleza... después pintó la naturaleza, misma... ?Este fue el último crimen, porque sus obras, que nunca fueron buenas, concluyeron por ser aborrecibles!

Fabrice procuró en vano hacerle comprender que el arte de ninguna manera consiste en servilmente copiar a la naturaleza, la que en sí misma es inerte y muda, sino en reflejar sobre ella las ideas que su contemplación sugiere a nuestra mente, prestándole un algo de esa alma que nosotros poseemos y de que ella carece; pero Calvat al oír tan exactos y atinados razonamientos, rompía en indignación, apostrofando a su cu?ado de ser pintor de damiselas, de paisajista de corte, enviándolo por fin a esa repulsiva fosa común del ya difunto idealismo, es decir, la Academia.

Jacques, por íntima complexión bondadoso, reía a más no poder de la gárrula charla de Gustavo y de su pintura por el método de las gesticulaciones, mas lo que no le perdonaba fácilmente era el desorden de su vida, que entera se deslizaba en cafés y cervecerías, y aun más lo disgustaba el perverso espíritu de envidia, la hostilidad maldiciente con que denigraba a todo lo que valía más que él. A pesar de todo, Fabrice continuaba acogiendo amistosamente a este triste pariente y aun sacándolo de muy repetidos aprietos monetarios, y se conducía así porque en su piedad de hombre honrado consideraba que aquél era el hermano de su primera mujer, criatura que, si enojosa en vida, reposaba ya en la huesa, después porque Calvat tenía un mérito siempre grande a los ojos de un padre; el de amar a su hija divirtiéndola al mismo tiempo, porque con sus tendencias y aficiones a la mímica, le representaba escenas de Guignol, imitaba el grito de diversos animales y los sonidos de varios instrumentos: era, en suma, un farsante que, con sus mil arlequinadas, arrancaba a la ni?a esas infantiles carcajadas que suenan tan gratas en los paternos oídos.

Desde el primer momento este joven avejentado, gritón, charlatán, maltrecho de traje y no limpio de persona, con nariz como pico de ave carnicera, pegajoso bigote, dudosas u?as y marcado olor a tabaco y cerveza, inspiró a Beatriz la más profunda antipatía. Cierto es que se había sentido conmovida ante las razones de sentimiento en que su marido fundaba su tolerancia, mas no por eso dejaba de ser para ella una contrariedad de las más fuertes tener que sufrir a la continua el trato y la presencia de semejante documento.

Calvat vio por su parte con muy malos ojos el matrimonio de Fabrice con esta gran dama, cuyos desdenes presentía, y que iba a ser un fiscal implacable de sus habituales inconveniencias, y además le molestaba que ahora cada vez que iba a ver a su sobrina tenía que ponerse paquete. ?Trascendental motivo de rencor! Aparte del cual inspirábale Beatriz esa aversión odiosa que sentía por todo lo que fuese superior, a él, ora en el orden físico, ya en el moral e intelectual. Por último, se sentía inquieto en el único honrado sentimiento que le restase, temiendo que la nueva esposa de su cu?ado no le arrebatara la afección de Marcelita a quien, en su entender, alejaría de él poco a poco la altanera madrastra.

Por todas estas comprensibles razones, tanto Calvat aborrecía a Beatriz cuanto ésta lo despreciaba, y la mutua antipatía de estos seres, unidos por diabólico designio, no podía menos de crecer más, y más emponzo?arse con el transcurso del tiempo.

            
            

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