Chapter 10 No.10

confidencias

Debe reposar sobre algún principio científico, será tal vez un fenómeno de sugestión, ese afecto constante, seguro y marcado de todos los maridos hacia el hombre que sus mujeres aman. El pobre Fabrice no debía escapar a esa fatalidad: desde el regreso de Pierrepont mostraba por él aún más efusiva amistad que en los mejores tiempos del pasado, lo que quizás explicaba, el deseo de ganar para Beatriz la compa?ía de un tan consumado y brillante hombre de mundo cual era el marqués. Habiendo mostrado éste una muy natural reserva en renovar sus visitas a la joven pareja, el pintor le dirigió reproches y lo mortificó a este respecto de una manera hasta enojosa; de todas las involuntarias torpezas en que incurrir pudo ante los ojos de su mujer nuestro pintor, no fue ésta la que menos dejó de chocarle, porque olvidando que Jacques ignoraba en absoluto el recíproco secreto de ella con Pierrepont, vio en la insistencia de su marido para atraer al marqués al domicilio conyugal una falta de tacto, una inhabilidad peligrosa, y lo que es más, un rasgo de maldad con respecto a ella. ?Cómo! ?cuando ella misma agotaba voluntad y valor por expulsar para siempre de su alma el pensamiento de ese hombre, que tanto había amado, era su propio marido quien se lo traía de la mano imponiéndole su presencia turbadora!

Fue ésta una nueva inculpación que formuló contra Jacques y que, como las otras, no tenía tampoco fundamento alguno de justicia, mas cuando una mujer tiene la desgracia de no amar a su marido, encuentra siempre motivo para atenuar a sus propios ojos la sin razón que su conciencia íntima reprueba, y al proceder así obra de buena fe, porque para su alma ulcerada todos son sufrimientos, para su enfermo corazón todas son heridas.

Era, sin embargo, tan elevado el temple de carácter de Beatriz, que ni un momento pasó por su mente la idea de ceder a la tentación, abusando de la vulgar ceguera de su marido; persistió, pues, en la conducta que de antemano se había trazado al prever, más o menos tarde, la vuelta de Pierrepont, y fue para ella tanto menor dificultad tenerlo a distancia, cuanto que Pedro procuraba, por su parte, altivo y desde?oso, mantenerse lejos de Beatriz, prefiriendo los reproches del marido al desprecio de la mujer.

Fabrice, sin embargo, aunque sintiendo amargamente la frialdad sombría en que su mujer se encerrara, no desconfiaba vencerla a la larga en fuerza de generosas y delicadas atenciones. Después de haber consentido y mimado de todas maneras durante el invierno a su ingrato ídolo, le tomó para el verano una linda quinta entre Meudon y Bellevue, cuya quinta tenía, entre otras ventajas, la de aproximarla a su amiga la se?ora de Aymaret, quien pasaba el estío de aquel a?o en Versalles. La mansión, con frecuencia habitada por pintores, era bastante sencilla, pero dominaba el radiante valle del Sena, mientras que a sus espaldas desarrollábase el siempre grandioso panorama de París. La planta baja se abría sobre un vasto jardín que bajaba hasta el río en suave pendiente a través de bosquecillos y malezas llenas de gracia en medio de su abandono un tanto agreste: próximo a la casa cierta especie de colgadizo, grande y acristalado, servía a Jacques de taller. En la parte baja del jardín una espaciosa avenida rectilínea, bordeada de arrayanes entrelazados, parecía por su grandioso estilo ser el resto de un parque de cualquier antiguo castillo, y un camino público, profundamente encajonado, corría por de fuera. Esta avenida se encontraba limitada en sus dos extremidades por muros muy elevados contra uno de los cuales habíase puesto un blanco, y en frente, al otro lado, un asiento rústico; era nuestra alameda, en fin, un lugar particularmente retirado y solitario que hacía las delicias de la mujer del pintor. Allí pasaba cierto día Beatriz sus ensue?os, y era una ardiente ma?ana de julio, a fines, cuando vio aparecer en el recodo del vecino sendero a la vizcondesa de Aymaret, que le dijo en festivo tono:

-?Estaba segura de encontrarte en la alameda de los suspiros!

En seguida, después de haberla besado:

-Vengo a darte una noticia... bastante inesperada... La pobre baronesa, que se lisonjeaba de tener treinta a?os por delante...

-?Qué!-exclamo Beatriz tornando violentamente el brazo de su amiga.

-Se murió anoche, hija mía, de un ataque de gota al corazón... Pierrepont me envía un telegrama encargándome que te lo prevenga...

La se?ora de Aymaret se interrumpió; Beatriz, cubierto el rostro de palidez mortal, la miraba con aterradora fijeza... débil contorsión plegó sus labios, apoyó la espalda contra los arrayanes, pero sus rodillas se doblaron y cayó desplomada.

La vizcondesa lanzó un ligero grito, titubeó un momento, mas advirtiendo que se hallaba demasiado lejos de la habitación para ser oída, arrodillóse delante de la joven desmayada e hízole respirar su frasquito de sales, prodigándole al mismo tiempo dulces palabras. Beatriz volvió lentamente a la vida, y mientras se levantaba desconcertada y atónita:

-?Qué he tenido?-murmuró en débil voz.

Un pliegue sombrío obscureció su nítida frente de diosa y la sangre agolpóse a sus mejillas.

-?Ah! ?ya me acuerdo!

-?Quieres que vaya y llame a tu marido?

-No... No... además, sería inútil... Está en París... ?Tienes ahí el telegrama?

-Tómalo.

Beatriz lo leyó, e inclinando con desaliento la cabeza:

-?Oh! ?Dios mío... esto es ya lo último!-dijo en casi imperceptible tono.

Y como la se?ora de Aymaret la mirase con estupor:

-?Me crees loca?-continuó...-?No te explicas la emoción que me causa la muerte de esa mujer?

-No... no te comprendo... ?pero absolutamente!

-?Bueno! pues vas a comprenderme; pero prométeme que lo que voy a decirte quedará para siempre entre las dos.

-Te lo prometo... pero me das miedo... ?qué es esto?... ?qué hay?

-Hay, mi querida Elisa, que yo amaba al marqués de Pierrepont... lo amo de toda mi vida... y si rehusé su mano es porque la tía me juró que lo desheredaba si se casaba conmigo... y hoy ha muerto... ?entiendes?... ha muerto algunos meses después de mi matrimonio con otro... si hubiese esperado este poco de tiempo sería su mujer... ahora me encuentro separada de él para siempre... ?y lo amo más que nunca!

Ocultó el rostro entre sus manos y rompió a llorar.

Para la se?ora de Aymaret, que hasta este instante mismo continuaba creyendo que Beatriz se había casado con Fabrice por un arrebato de amor, fue esta revelación tan nueva, tan imprevista, que en el primer momento no pudo responder a su amiga sino con vagas exclamaciones de admiración y lástima.

-?Ah! ?pero es posible?... ?Pobre amiga mía!... ?Pobre amada mía! ?Cómo no me lo habías dicho antes?

Beatriz le contó entonces brevemente lo que había pasado aún no hacía un a?o entre ella y la baronesa de Montauron, el juramento que ella empe?ara, juramento que la muerte rompía ahora.

-Y aun cuando hubiese podido comunicarte mi secreto, no lo hubiera hecho... te conozco. Lo habrías contado todo al marqués, éste hubiera roto con su tía y vendríamos, hoy a estar en el mismo caso... ?Su ruina estaría consumada, teniendo yo tal vez un día que sufrir sus reproches!... ?No, eso no!... Mi única falta ha sido haber abandonado mi primera inspiración de entrar en el convento en lugar de contraer este desdichado matrimonio, enga?ando a un hombre honrado.

-Pero-arguyó la se?ora de Aymaret-, a ese hombre honrado, que es al mismo tiempo un hombre de corazón y un hombre de talento, ?no puedes amarlo un poco siquiera?

-Lo he procurado... pero no puedo... Juzga mi situación-replicó Beatriz con suma viveza.

Y entonces puso a su amiga en antecedentes de sus primeros disgustos domésticos, de sus decepciones continuas, de sus repulsiones secretas. La se?ora de Aymaret afectó chancear acerca de estas peque?as miserias comparándolas con los dolores realmente trascendentales de la vida, exponiendo con mucho acierto a Beatriz que para borrar esas ligeras faltas de educación de que adolecía Fabrice, le bastaría con dar a éste, poco a poco, y como en broma, algunas lecciones de perfecta corrección, que, a no dudar, su marido recibiría con buena, voluntad.

El verdadero dolor para Beatriz estaba en ese perturbador amor que, a pesar suyo, la siguiera a su hogar, perturbador amor que la desalentaba en todos sus propósitos emponzo?ando su existencia, ilegítimo afecto de que era necesario denodadamente hacer el sacrificio.

-?Muy fácil de decir!-replicó su amiga.

Entonces la se?ora de Aymaret, tomando un tono confidencial, le hizo entender que ella tuvo necesidad de hacer un análogo, hacía algunos a?os, y que le constaba ser difícil, mas no imposible, llevarlo a cabo...

-?Y confesarás, amada mía, que yo hubiese tenido más excusas que tú!

-?Y de qué medio te has valido?-interrogó Beatriz, a quien esta misteriosa revelación le interesaba-?Has dejado de verle?

-Amada mía, eso de dejar de verse no son más que palabras cuando se vive en la misma esfera social... No... pura y simplemente he cambiado mi amor en amistad... De esta manera el corazón no lo pierde todo...

Beatriz la miró de hito en hito.

-?Ese es Pierrepont!-le dijo con voz muy baja.

-De esto hace cuatro a?os-prosiguió la vizcondesa-. No recuerdo quién distintamente... pero se parecía algo al que has nombrado... Por otra parte, puedes estar tranquila... no me quería a mí tanto como a ti... porque a mí no se me insinuó para casarme...

Beatriz titubeó un momento, pero al cabo atrajo hacia sí tiernamente a su amiga, besándose las dos en medio de abundantes lágrimas.

-?En fin! procuraré-afirmó Beatriz-; me ayudarás con tus consejos y tu ejemplo... pero tú eres una valerosa y prudente mujercita, y yo soy un pobre ser débil y despechado... No hay mal que por bien no venga: siquiera ahora tengo el consuelo de poder hablar contigo de todas estas cosas... ?pero por Dios ni una palabra al marqués de lo que te he confiado!...

-?Si cometiese semejante falta-replicó la se?ora de Aymaret riendo-, no sería una prudente mujercita!...

Caía la tarde y las dos amigas se despidieron.

Pero Elisa vino a ver a Beatriz con frecuencia hasta tanto que pareció ésta a la vizcondesa más calmada. Sin embargo, a pesar de las tiernas exhortaciones de la se?ora de Aymaret, era imposible que Beatriz no se sintiese profundamente turbada por las reflexiones que forzosamente había de sugerirle la muerte de la se?ora de Montauron; era imposible que en adelante no le pareciesen todavía más pesados sus deberes, todavía más amargas sus contrariedades.

            
            

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