Chapter 8 No.8

marcela

Marcela, la hija del pintor, era por estos tiempos una linda ni?a de cinco a?os, que tenía la misma frente serena y seria de su padre, cautivando, además, por el gentil donaire de su graciosa personita. La se?ora de Montauron declaró ex cáthedra que tenía aire de espa?ola.

-Y no es extra?o-a?adía la se?ora-, porque usted también, Fabrice, tiene tipo espa?ol... ?Está usted seguro de no serlo?... Recuerdo haber visto en San Sebastián, hace dos o tres a?os, un torero que tenía con usted extraordinario parecido.

-Eso es muy lisonjero para mí, se?ora, pero crea usted firmemente que mi único parentesco con aquel diestro, es la común descendencia de Adán.

La sociedad de invitados de los Genets se había, renovado en parte durante la ausencia del pintor, pero el personal femenino, aunque un poco más frío por la ausencia de Pierrepont, era siempre numeroso y brillante.

Las mujeres en general, en su necesidad de conceder tiernas demostraciones, aprovechan presto la ocasión de otorgarlas a algo o a alguien; así, pues, Marcela no tardó en atraer sobre su monísima figura las cari?osas efusiones de que tan pródigo es el sexo bello; únicamente entre los habitantes del castillo, la se?orita de Sardonne mostró hacia la criatura lejanía e indiferencia, dirigiéndole como al paso breves palabras, en tono brusco, distraído, casi enojado, sin que tuviera con el padre durante las reanudadas lecciones de acuarela ni una frase cari?osa para la ni?a: el mismo angelito sentía esa especie de menosprecio, pareciendo tener miedo a la bella desde?osa. Jacques ignoraba en absoluto la tremenda prueba por que acababa de pasar la de Sardonne, prueba cuyas amarguras desgarraban todavía su alma con toda la crueldad de una pesadilla. Alarmado y herido el pintor en su ternura paternal, acusó a la huérfana de insensibilidad, de vano orgullo, de sequedad de alma, preguntándose si sus mismos sentimientos serían jamás comprendidos por aquel corazón de acero, diciéndose también que, de continuar persiguiendo su ensue?o amoroso, comprometía la dicha de su hija, ?el adorado encanto!

En estas incertidumbres transcurrió para él la primera semana después de su vuelta a los Genets.

Cierta hermosa ma?ana del fin de septiembre hallábase el pintor sentado en un banco del parque, aguardando a Beatriz, que aquel día tardaba un poco en venir a dar su lección; Marcela corría y jugaba delante de él, y a cada instante interrumpía su juego, llegándose a besar a su padre, porque este querubín guardaba para Fabrice ternuras de mujer enamorada. Ella le hacía el nudo de la corbata, ella sacudía el polvo de su traje, ella le echaba al cuello un pa?uelo de seda para preservarlo de la húmeda brisa. Descubrió la ni?a, en medio de su incesante ir y venir, algunas tempranas violetas ocultas entre la yerba, y haciendo un ramito las colocó en el vestido del artista; después sentóse, y abrazando con mimo a su padre:

-?Te encuentras bien, papá?-le preguntaba-: yo me encuentro muy bien... ?Verdad que es bonito el campo?

Esta escena íntima tenía desde hacía algunos minutos un mudo testigo; la se?orita de Sardonne había salido del castillo llevando en la mano su caja de colores, y sin ser advertida habíase aproximado al tierno grupo; paróse un momento, avanzó de nuevo, y con aquella voz cadenciosa y grave que estremecía al pintor hasta el fondo del alma:

-?Se quieren ustedes mucho?-preguntó.

-Somos todo el uno para el otro-replicó Fabrice poniéndose de pie.

Clavó sobre él una mirada inquisitiva, y volviéndose a la ni?a:

-?Quieres mucho a tu papá?-le dijo.

La ni?a, cortada por la presencia de su enemiga, respondió con un sencillo gesto poniéndose la mano sobre el corazón.

-?Monísima!... dame un beso... ?Quieres?

Admirada la ni?a, acercóse lentamente; entonces Beatriz la tomó en brazos, la puso de pie sobre el banco y la abrazó contra su pecho cubriéndola de besos.

Estas caricias apasionadas por parte de una persona tan avara de expansiones conmovió a Fabrice hasta lo íntimo del corazón, como si esos cari?os hubiesen sido concedidos a él mismo, y todos sus temores, todas sus ansiedades se desvanecieron al soplo de esos besos. Adivinó todo el calor de alma que la altiva joven disimulaba por una especie de pudor bajo sus heladas apariencias, y su pasión, un momento en derrota, lo ganó de nuevo por entero.

Marcela volvió al castillo y Beatriz se puso a la obra bajo la vista del maestro.

Acababa de dibujar una especie de chalet, cubierto por una enredadera que servía de habitaciones al jardinero. Fabrice examinó el dise?o, le hizo una ligera corrección y, devolviéndoselo:

-?Qué amable ha estado usted con mi hija!-le dijo.

-?Admira a usted eso!

-No, seguramente... pero...

-Sí, le admira... lo he leído en sus ojos... Sé muy bien que hasta ahora no había mimado a su hija de usted... Excúseme usted... soy algunas veces tan distraída... suelo estar tan preocupada... Me decía usted, se?or Fabrice, que eran ustedes todo el uno para el otro... ?Hace mucho que esa pobre ni?a perdió a su madre?

-Poco más de cinco a?os.

-?Se casó usted muy joven?

-Sí, muy joven.

-?Y ese angelito no tiene más parientes que usted?

-Tiene un tío... hermano de su madre.

-Es religioso, ?no es verdad? ?En los Oiseaux, me parece?

-No, se?orita, en la Asunción d'Auteuil.

-?Ah! sí, conozco... allí se está muy bien... es un paraíso... Pero, ?Dios mío! Se?or Fabrice, qué mal está mi enredadera... se diría de estuco... no tiene aire... ?Decididamente, esto no marcha!... Pierdo la fe, se?or Fabrice.

-No tiene usted razón, se?orita... aseguro a usted que ha hecho serios progresos.

-Sí, pero nunca seré pintora... no tengo talento... ?no es verdad?

-Perdón-respondió el pintor con su habitual sinceridad un poco ruda-. Tiene usted un muy cumplido talento de aficionada.

-Sí, pero no es un talento que en rigor pudiera proporcionarme recursos para vivir.

-Podrá usted conseguirlo... pero para eso habrá que conceder más tiempo al estudio.

-?Más tiempo!-murmuró Beatriz.

Y precisamente al decir eso dio dos golpes la campana del castillo.

-?Me llaman!-exclamó aquélla, guardando con prisa su dibujo en la caja-. ?Más tiempo!... ?Ya ve usted si es fácil!... ?Ya ve usted cómo puedo disponer de mis horas!

-?Su vida de usted no es por cierto dichosa!-a?adió Fabrice echando a la huérfana una mirada de tierna compasión.

-Se?or Fabrice-le replicó aquélla bajando la voz y con una energía extraordinaria-, no importaría nada ser sólo desgraciada... Lo que es terrible es sentir cómo va una volviéndose perversa.

Y se dirigió casi corriendo hacia el castillo.

Fabrice no tardó en seguirla; una vez en sus habitaciones paseóse largo tiempo de arriba abajo, torturado por supremas incertidumbres; después se sentó delante de una mesa, tomó una pluma y escribió la siguiente carta:

?Se?orita:

?Me permito decir a usted por escrito lo que me ha faltado valor para expresarle de palabra. Mi carta será corta. Respeto a usted demasiado para dirigirme a usted con frases de una admiración y de una galantería triviales. El único homenaje que me atrevo a rendirle, es poner mi destino en sus manos. No puede en adelante ser dichoso o desgraciado mi porvenir sino en virtud de lo que usted se digne resolver. ?Bastará con que le diga que no hay uno solo de sus méritos, uno solo de sus atractivos, uno solo de sus sufrimientos de que no me sienta profundamente, perdidamente penetrado?

?Estimo a usted tanto, se?orita, que me parece cometer una profanación al osar amarla. Pero, en fin, humildemente le ofrezco lo poco que yo soy. ?Quiere usted ser la madre de mi hija?... ?Nos rechaza a ella y a mí?

?De usted respetuosísimo servidor siempre y en todo caso,-Jacques Fabrice.?

Como el artista, después de haber cerrado la carta reflexionase acerca del medio más pronto y seguro para hacerla llegar a su destino, vio desde la ventana de su salón, que precisamente atravesaba Beatriz en aquellos momentos el patio de honor del castillo. Este patio, muy grande, se hallaba plantado en parte de césped y de árboles. Hermosos casta?os formaban en un ángulo una especie de bosquecillo provisto de rústicas sillas. A ese bosquecillo solía venir Beatriz algunos mediodías a leer a sus anchas, cuando la baronesa la dejaba respirar. El pintor llamó a su hija que ocupaba una habitación contigua a la suya.

-?Ven acá, alma mía!-le dijo-. Mira, la se?orita Beatriz está allí sentada debajo de aquel árbol, junto a la capilla... Anda y entrégale esta carta de mi parte... ?Anda, hija mía!

Un momento más tarde Fabrice seguía angustiosamente con la vista la marcha de la ni?a a través del patio. Al fin desapareció bajo la sombra espesa de los casta?os. Interminables minutos transcurrieron; después Marcela salió del círculo de sombra y volvió hacia el castillo a cortos pasos. Fabrice creyó ver que la criatura tornaba con la carta en la mano; pasóse la suya sobre la frente helada, diciendo:

-?Dios mío!

Y esperó inmóvil. Marcela entró.

-?Toma, papá!-le dijo.

Y le devolvió el pliego que tenía en la mano.

Era, en efecto, el sobre de su carta, pero el sobre solo, abierto y medio desgarrado. En uno de sus ángulos estaba escrita con lápiz esta única palabra: ?Ma?ana.?

Hubo una pausa.

-?No te ha dicho nada ella?-le preguntó Jacques a la ni?a.

-Nada.

-?Te ha dado un beso?

-No.

Todos los que aman, o los que amaron, se imaginarán fácilmente las imaginaciones, la fiebre, los súbitos transportes de esperanza, los repentinos golpes de desaliento que atenazaron el alma de Jacques Fabrice en las eternas horas que le separaban del ma?ana. Aquella noche vio como de ordinario a Beatriz en el salón; pero no pudo sorprender ni en su fría actitud ni en sus ojos impasibles de esfinge el menor signo que pudiera ayudarle a descifrar el enigma que encerraba esa palabra: ?Ma?ana.?

?Le escribiría ella? ?le respondería de viva voz cuando viniese, según costumbre, a tomar su lección de pintura?...

Al día siguiente, mucho antes de la hora habitual, Jacques se hallaba en el sitio de la cita, ocupando el banco que había escuchado la conversación de la víspera. Beatriz llegó, respondió a su saludo con un ligero movimiento de cabeza, sentóse y púsose a preparar sus colores sin pronunciar una sola palabra; después, haciéndole se?a de que se sentara:

-Se?or Fabrice-le dijo con voz contenida, dulce y triste-; se?or Fabrice, le estoy reconocida... muy reconocida... pero no debo ni quiero enga?arle... puedo acordarle mi mano... pero temo que mi corazón desgarrado, marchito, ulcerado por la desgracia, no pueda devolverle todo lo que el de usted le da... Temo que los sinceros sentimientos de estimación y simpatía que experimento hacia usted, no respondan sino imperfectamente a los que tiene a bien consagrarme... Temo también que este paso que da, no sea para usted una desgracia.

-Se?orita, nunca pude esperar encontrar en usted desde el primer momento la ternura infinita que usted me ha inspirado... No puedo confiar sino al tiempo, lo sé, a mis cuidados afectuosos, a mi adhesión apasionada, a su dicha, que la amistad se torne en afecto.

-Se?or Fabrice, sólo debemos contar con el presente y debo decir la verdad... Cuanto al porvenir, todo lo que puedo asegurarle es que pondré de mi parte lo posible para ser una buena y honrada esposa, una madre cari?osa de su hija.

Jacques, los ojos húmedos por la emoción, tomó la blanca mano que Beatriz le tendía e intentó llevarla a sus labios, pero ella la retiró suavemente:

-?Cuidado!...-dijo-; si cree que debe darme las gracias, démelas usted más tarde... Se nos vigila, muy de cerca cuando estamos en este sitio... y le suplico que no traicione nuestro secreto hasta tanto que haya puesto en antecedentes a... mi bienhechora-dijo la se?orita de Sardonne con una sonrisa de extra?a amargura al pronunciar esta última palabra.

-Pero, se?orita-dijo el pintor-, ?no es a mí a quien toca hablar sobre este asunto, con la que usted llama su bienhechora?

-Seguramente, eso será conveniente y aun necesario, pero me parece que debo prevenirla de antemano. Tengo mis razones.

-?Dios mío! se?orita, sabemos que vamos a encontrar de su lado una actitud un poco hostil... y, en ese caso, su entrevista va a causarle un verdadero disgusto... Permítame que se lo evite... o, al menos-a?adió sonriendo-, que sufra yo las primeras descargas... Respeto mucho a la se?ora de Montauron, pero no le tengo miedo.

-Ni yo tampoco-afirmó Beatriz-. Si usted me ha visto sufrir con paciencia las humillaciones de una verdadera domesticidad, cualquiera que fuesen los motivos de mi resignación, esté usted seguro de que la bajeza no entraba para nada en ella... Muy mal me conoce usted, se?or Fabrice, si cree...

La joven se interrumpió bruscamente; acababa la campana del castillo de dar los dos golpes indicadores de que la lectriz debía volver al lado de la baronesa.

-?Voy!-dijo levantándose, y un centelleo de fiera brotó de sus pupilas.

Tendió de nuevo la mano a Fabrice, y se alejó.

El día en que la se?ora de Montauron impuso a Beatriz el sacrificio definitivo de su amor hacia Pierrepont, destruyó por el hecho el motivo único que tenía la huérfana para tolerar la mísera existencia que arrastraba al lado de la baronesa, y desde ese momento el disculpable sentimiento de sorda irritación que la joven nutría hacia su dura protectora habíase cambiado, en esta alma contenida pero ardientemente apasionada, en verdadero horror. La vista misma de la baronesa había llegado a hacérsele insoportable; su resolución de abandonarla estaba definitivamente tomada, y no aguardaba sino el momento de ponerla por obra; su primera idea fue, como hemos visto, llevar a cabo una especie de suicidio sepultándose en las austeridades de una de las más severas órdenes religiosas, y aun volvió, a hablar de nuevo a su amiga la se?ora de Aymaret sobre su próxima entrada en el Carmelo, esforzándose realmente en cifrar en el Cielo un amor para el que ya no quedaba esperanza alguna en la tierra; pero es menos difícil hacer un sacrificio que perseverar en él. Así, pues, la pobre joven encontraba en su natural apego al mundo, en su enérgica y floreciente salud, resistencias que le hacían muy dolorosa esa renuncia a todo... Y, sin embargo, ?qué hacer? ?adónde ir?

La carta con la declaración de Fabrice vino a sorprenderla en medio de estas indecisiones crueles. Muy admirada, sin embargo, y aun enojada por el paso que aquél había dado, quiso no obstante dar algunas horas a la reflexión; más de una secreta repugnancia tuvo que vencer, pero, en fin, en la extremidad a que se veía reducida, ?cómo no aceptar ese refugio, después de todo honroso, que le abría una mano afectuosa y fiel? Para un náufrago de la existencia como lo era ella, la solución que se le presentaba era, si no la dicha, al menos la vida, y, sobre todo, el término cierto, seguro, de su pesada esclavitud.

Además, no ignoraba ella que la noticia de su matrimonio y consiguiente salida de la casa, era para la baronesa un trance horriblemente desagradable, y el solo placer de darle ese justificado mal rato venía a satisfacer la pasión más violenta que existe tal vez en la tierra; el odio de mujer contra mujer.

La se?ora de Montauron acababa de dormir pacíficamente su siesta en su gabinete contiguo al salón, y como digería con dificultad, su sue?o era premioso, por cuya razón despertaba siempre de terrible mal humor. Así, pues, apenas vio entrar a Beatriz:

-?Me parece, amiguita-le dijo-, que prolongas mucho tus lecciones con el se?or Fabrice!... He tenido tiempo de leer casi la mitad de mi diario... me están llorando los ojos... ?Vaya! ?toma! estaba en la gacetilla... pero no, prefiero el folletín... veamos qué sucede al cabo a esa divertida duquesa... a quien el autor hace hablar como a una lavandera... ?Bueno! ?Vayamos, lee! ?Principia!

-Perdón, se?ora-replicó la joven con extremada cortesía-; ?podría decir a usted antes cuatro palabras?

La baronesa la vio vagamente inquieta.

-?Qué deseas?-le replicó con acritud.

-Se?ora, ?me permite usted que le recuerde la conversación que tuvimos en secreto en su habitación de usted hace quince días? Usted tuvo a bien decirme que si alguna vez cualquier caballero, un hombre de corazón, me pidiese en matrimonio, no solamente no tendría que temer ninguna dificultad por parte de usted, sino que hasta podía contar con su más sincero concurso... Tales palabras, se?ora, son demasiado preciosas para que yo haya podido olvidarlas... ?Tiene usted, tal vez, se?ora, la bondad de recordarlas?

A pesar de no ser la baronesa persona que con facilidad se desconcertase, esta vez quedó descorazonada al oír semejante exordio, y fue casi balbuceando que respondió a Beatriz:

-Pero, ?es posible!... Sí, pude decir algo de lo que me indicas... pero con ciertas reservas...

-Es cierto, se?ora, estableció usted ciertas reservas. Puso usted a su bondadoso concurso dos condiciones: la primera fue que su sobrino de usted sería excluido del número de aquellos entre los cuales podía yo escoger marido... la he respetado; fue la segunda que no me decidiría en favor de nadie sin prevenir antes a usted... es lo que ahora efectúo.

-?Bien! escucho.

-Se?ora-prosiguió la se?orita de Sardonne con el mismo tono de correcta urbanidad-; la circunstancia que usted tuvo a bien prever y desear con respecto a mí, se presenta hoy.

-?Ah!

-Y vengo a rogarle que acoja con benevolencia la súplica que... para honor mío, no tardará en presentarle el se?or Jacques Fabrice.

-?Te pide en matrimonio Fabrice?

-Sí, se?ora.

-Me parece que debiera haber empezado por dirigirse a mí... Eso es la educación rudimentaria.

-Así lo hubiera hecho, se?ora, pero ha juzgado inútil proporcionar a usted esa molestia sin conocer antes mis sentimientos personales...; que, después de todo, era lo que más le importaba.

-?Y te satisface ese casamiento?

-Sí, se?ora; el se?or Fabrice es una honrada persona y un hombre de talento cuyo nombre me sentiré orgullosa de llevar.

-Supongo que no ignoras a quién sucedes como esposa... su primera mujer fue una lavandera.

-Perdón, se?ora, era florista.

-?Es lo mismo!... ?en bonita sociedad te vas a meter!

-Me encontraré contenta en ella si soy tratada con consideraciones.

-?De modo que me dejas plantada, así, sin más ni más, olvidando todo lo que he hecho por ti, desde el momento que te recogí como si fueses mi hija?

-Esté usted segura, se?ora, de que no olvido un momento ninguna de las singulares bondades que a usted debo desde el momento que tuvo a bien tomarme a su servicio.

Para que nada faltase a la baronesa, tenía el don de hacerse cargo rápidamente de los menores matices de lenguaje; de ahí que no le pasaran por alto ni una sola de las impertinencias corteses ni de las vengadoras ironías de que la venía haciendo blanco su lectriz. Sucedió en consecuencia, que al oír aquella última y sangrienta réplica, la de Montauron se levantó vivamente de su asiento, y si hubiese podido disponer de los rayos celestes, habría sido muy verosímil que la se?orita de Sardonne no hubiese podido repetir el cuento. A falta de otro expediente, verdad es que podía despedirla de su casa cubierta de ignominia, y lo pensó, pero la reflexión no tardó en mostrarle los mil peligros que traería un escándalo. Las malas lenguas la acusarían de oponerse al puro egoísmo de un casamiento, por otra parte muy razonable para la huérfana, que era al mismo tiempo su protegida; de manera que la baronesa resolvió callarse y tener paciencia; puesto que de cualquier modo que fuese, la lectriz escapaba a sus garras, valía más, pues, por sensible que le fuese perderla, tomar su partido y darse siquiera el mérito, cubriendo las apariencias, de haber sido generosa hasta el fin... ?Bueno! después de todo, ese estúpido matrimonio tenía su lado conveniente, puesto que libraba a la se?ora de Montauron per omnia s?cecula del terror de ver a su sobrino casado con esa muchacha en la ruina.

En virtud de estas diversas consideraciones, la belicosa conferencia entre la baronesa y la lectriz iba a tomar un sesgo bastante imprevisto, aunque perfectamente femenino. La se?ora de Montauron, que había dado muy agitada varios paseos por el gabinete aspirando su pomito de sales, posó la mano sobre el hombro de Beatriz, diciéndole:

-Querida ni?a, supongo que no te habrá sorprendido que mi primer ímpetu al saber que me dejas haya sido de mal humor... Porque yo siento mucho tu ida, aunque a ti mi contrariedad te tenga sin cuidado... ?Vamos, hija mía, dame un beso!

La se?orita de Sardonne pasó por este sacrificio, y al abrazarla, la baronesa, cuyo sistema nervioso venía estando en insoportable tensión, rompió en llanto; fue para ella un alivio.

-?Sabes-preguntó a Beatriz a través de sus sollozos-cuánto gana por a?o?

-No le he preguntado, se?ora.

-Estos pintores, cuando llegan a adquirir fama, ganan lo que quieren... Serás rica, hija mía... ?Esa es la verdad!

-?Puedo decir al se?or Fabrice que tiene usted a bien recibirlo?

-Sin duda.... a mi hora acostumbrada... pero es preciso que antes de casarse termine mi retrato... Dile que venga dentro de media hora.

Beatriz le presentó de nuevo sus mejillas y se retiró. Pronto encontró a Fabrice en el parque, haciéndole un breve resumen de su entrevista con la baronesa.

-Ya ve usted cómo la cosa ha pasado sin mayores inconvenientes y que la se?ora no me ha maltratado mucho.

-Es que sabía que estaba usted sólidamente apoyada por retaguardia-respondió el pintor riéndose-. Yo estoy obligado a guardarle más consideraciones, eso lo sabe ella muy bien, y temo que la tempestad que no ha hecho más que asomar para usted, estalle sobre mí.

-Debe, a no dudarlo, aguardar algunas impertinencias... pero, si en algo me estima usted, súfralas con resignación, a fin de no echar a perder las cosas, que no van saliendo del todo mal.

-Se lo prometo a usted, y aun desearía que la prueba fuese dura, puesto que por usted voy a soportarla.

-Muchas gracias... pero usted comprenderá que deseo, a ser posible, salir de esta casa sin escándalo.

Prolongóse aún un poco de tiempo la conversación entre ellos, y mientras paseaban por la avenida central del parque, Beatriz daba al artista algunos antecedentes sobre la persona de su tutor, a quien se proponía escribir en seguida y cuyo consentimiento no era dudoso; y habiendo llegado en esto la hora de sesión, para el retrato de la se?ora, Fabrice volvió al castillo, encontrándose momentos después cara a cara con aquélla.

La se?ora de Montauron ocupaba ya su sitial en el centro de la sala.

-Se?ora baronesa-comenzó el pintor-, la se?orita Beatriz me ha dicho que tenía usted a bien aprobar la unión que tengo la audacia extremada de ambicionar... Mil gracias le doy a usted por mi parte, se?ora, con tanto mayor motivo cuanto que usted se priva en mi obsequio de una compa?ía, de una intimidad de quien nadie mejor que yo conoce el precio.

-?Dios mío! ?Qué quiere usted, se?or Fabrice? Lo que hace la dicha de los unos constituye la desgracia de los otros... ?Esa es la vida!... Siéntese usted. Hablaremos del particular mientras usted trabaja, puesto que eso no le molesta.

Fabrice se inclinó, instaló el caballete, tomó la paleta y se puso a pintar.

-Creo que necesitaremos dos sesiones todavía.

-?En fin!-dijo la baronesa. Callóse un momento, y a poco empezó de nuevo-. ?Bueno!... volviendo a nuestro casamiento, mi querido se?or Fabrice, va usted a casarse con una persona de la que me veo obligada a hacer las mejores ausencias... Su conducta y comportamiento desde que está a mi lado han sido positivamente ejemplares, como habrá podido juzgar por usted mismo... Beatriz posee cualidades mil que yo aprecio infinito... y, a pesar de eso, si me hubiera usted hecho el honor de consultarme antes de ofrecerle su mano, quizás me habría visto obligada en conciencia a quitar a usted su idea de la cabeza.

-?Puedo saber por qué, se?ora baronesa?

-?Dios mío! porque el día que se case usted con ella esas mismas cualidades, algunas por lo menos, pueden convertirse en defectos... No soy yo por cierto la que le reprocharé el sentirse orgullosa de su nacimiento y de poner muy alto la estima de su nombre y de su propia persona... pero aun a mis ojos, muy indulgentes por cierto en esos particulares, la se?orita de Sardonne exagera sus méritos... Tiene, y quede esto entre nosotros, más soberbia que Lucifer... Usted mismo lo va a experimentar si Dios no lo remedia, mucho me lo temo, mi querido se?or... No voy hasta decir que menospreciará a su marido, que a nadie puede inspirar tal sentimiento, ?no, se?or!... pero una alianza como la que ella concierta, tan completamente honrosa por otra parte, está en demasiado abierta contradicción con las tradiciones, con las costumbres de su familia, y de nuestra sociedad, como para que la se?orita de Sardonne no deje de sufrir, más o menos, en su fuero interno... ?Ay! querido se?or, sé tan bien como usted que bajo el punto de vista de la sana razón, todo eso es perfectamente absurdo... pero permítame que le diga que conozco mejor que usted las ideas que a ese respecto reinan en nuestro medio social... Muy poco han cambiado, créame usted, esos sentimientos desde la época de Luis XIV y de Saint-Simon... ?Perdone usted! sé lo que va usted a decirme... ?Va usted a hablarme de la revolución!... ?Jesús! ciertamente ha habido la revolución... pero si la revolución ha podido arrebatarnos nuestros privilegios y aun nuestras cabezas, no ha podido quitarnos los beneficios de eso que ustedes llaman, si no estoy equivocada, atavismo... es decir, en viejo francés, la excelencia de una sangre que se ha destilado y refinado en nuestras venas de generación en generación por espacio de quinientos o seiscientos a?os... Y... esa sangre se revela a pesar nuestro, mi querido maestro, cuando se la mezcla con otra... más joven... más pura... ?Dios mío! no digo lo contrario, pero que, en fin, ni es de la misma esencia ni del mismo color... Por consecuencia, no es el uso hoy, pese a la revolución, que una se?orita de la nobleza se case con un industrial... un sabio... un escritor... un artista, sean cualesquiera sus méritos... Algunas veces, suelen verse se?oras tituladas casarse con poetas o con artistas... pero ésas son princesas extranjeras... En Francia la cosa no tiene casi precedentes... Y no vaya usted a creer, mi querido se?or Fabrice, que en tales procederes haya nada de depresivo para aquellos que son objeto de él... a nadie en el mundo le gustan más que a nosotros los escritores, los poetas y los artistas... Hacemos de ellos con el mayor gusto el ornamento de nuestras mesas, el interés y el atractivo de nuestros salones... pero no nos casamos con ellos... ?Excúseme usted! va usted a decirme que somos menos difíciles en lo que se refiere a alianzas de nuestros hijos y que los casamos con se?oritas más o menos bien nacidas con tal que sean ricas. A eso le responderé, en primer lugar, que no es en lo que mejor nos portamos, y, en segundo, que, según nuestras ideas, el varón ennoblece, principio, fíjese bien, que reposa sobre una acertada concepción de la naturaleza humana, porque hay en la mujer una delicadeza de instinto, una flexibilidad, una facilidad de asimilación, una plasticidad, por decirlo así... si me expreso mal, mi caro se?or, repréndame usted sin embarazo... hay, decía, cualidades de flexibilidad que la hacen plegarse con prontitud a todas las condiciones de la vida social... Se podrá hacer una muy pasable duquesita de la hija de un cualquiera, pero, de ese mismo cualquiera no se hará nunca nada... Usted comprenderá fácilmente, mi caro maestro, que la palabra cualquiera significa en mi boca un hombre de dinero, no un hombre de talento... Estos tienen, por el contrario, algo de femenino en su naturaleza, que los pone al par casi casi con las mujeres más delicadas, más impresionables. Porque, no lo olvide, se?or Fabrice, y ahora más que nunca habla a usted su leal amiga, no olvide que en nuestras largas sucesiones y selecciones de familia, no es únicamente la sangre la que se refina, como le decía hace un momento... es también la educación, el gusto, el tacto social... todos los sentidos, en fin, todas las facultades... De ahí esa superior distinción que le encanta en la se?orita de Sardonne y que será para usted, por cierto, un grande encanto y un grande peligro... porque una complexión tan perfecta y tan exquisita, por decirlo así, se siente herida por una nada, se rebela por sólo un detalle... Créame, se?or Fabrice, preste suma atención a estas nimiedades... Hay matices que parecen insignificantes, matices en los cuales usted ni siquiera se fija y que pueden parecer verdaderas monstruosidades a la se?orita de Sardonne... Vaya un ejemplo... una bagatela... Usted me llama, a todo propósito, cuando me habla, se?ora baronesa... pues bien, esté seguro que esto crispa, los nervios de su futura esposa... porque es completamente incorrecto emplear esas dos denominaciones... o se?ora simplemente, o baronesa a secas... se?ora baronesa queda reservado o para el teatro o para la cocina... Y como ésta, mi buen se?or, hay una infinidad de peque?eces que pueden ser verdaderos escollos en su hogar de ustedes y acerca de los cuales le pondría en guardia si no temiera fatigarle.

-Si usted misma no lo está, se?ora, podría usted continuar-respondió con frialdad el pintor.

Pero a pesar de esta insinuación, la se?ora de Montauron no prosiguió, porque aunque Fabrice había conservado su sangre fría, comprendió la se?ora, considerada la palidez mortal que cubría el rostro del artista, que hubiera sido impertinente por demás avanzar aún en aquella senda, y la verdad es que más de una vez había tenido que invocar la imagen de Beatriz para no poner punto final a semejante inoportuno sermón, rayando con un trazo de pincel el retrato de su insolente modelo. Cuando un poco más tarde dio cuenta a la se?orita de Sardonne de tan penosa entrevista, parecióle prudente no entrar en detalles y se contentó con decirle simplemente ?que no parecía sino que la baronesa había puesto particular empe?o en mostrarse desagradable en cuanto a la forma; pero en cuanto al fondo se ha limitado a hacerme comprender que yo era indigno de usted. Hemos concluído por estar de acuerdo, porque ésa es, en suma, mi opinión?.

Sin embargo, la baronesa consiguió ampliamente obtener el fin que se propusiera: había hecho como esos insectos cuya picadura imperceptible, sin ser precisamente mortal al pronto, deja en el organismo una perturbación tan profunda como quizás incurable.

No fue en verdad, sin algún embarazo y aún con ligera angustia, que Beatriz fue al día siguiente a casa de la vizcondesa de Aymaret, a quien deseaba comunicar de viva voz su formal compromiso con Fabrice. Pero la se?ora de Aymaret no pareció ni admirada ni enojada, porque desde el día que vio cómo Beatriz rechazara las proposiciones de Pierrepont, quedó convencida, por el lenguaje un tanto equívoco y las semi-confidencias de su amiga, de que ella tenía algún oculto amor, y a fuerza de reflexionar vino a dar en la flor de que entre todos los huéspedes de los Genets únicamente Jacques Fabrice, gracias a su talento y a su renombre, podía justificar la pasión de que Beatriz parecía dominada. Las sospechas de la vizcondesa adquirían aún mayor cuerpo por esa intimidad que las lecciones de pintura habían establecido entre el artista y su amiga, acabando por creer la se?ora de Aymaret que la joven renunciara al convento desde el momento que se convenció de que su amor era correspondido por su parte, y, considerándose la se?orita de Sardonne por demás afortunada en verse relevada de entrar en mayores explicaciones, dejó que su amiga perseverara en tales conjeturas.

En el curso de su recíproca conversación sugirió la vizcondesa a Beatriz una idea que ésta no titubeó en aceptar, y que le fue fácil imponer a Fabrice. Como se había hecho difícil para los futuros esposos la residencia en los Genets, dada la actitud asumida por la se?ora de Montauron, decidieron aquéllos que Beatriz tomaría pretexto de las atenciones a que la obligaba su próxima instalación para irse a París en la entrante semana, conviniendo en que residiría hasta la época de sus próximas nupcias en el convento de Auteuil, donde Marcelita se hallaba en pensión; y como la baronesa estudiaba por su parte el medio de verse libre de los gastos y molestias que siempre acarrean unas bodas, prestóse del mejor grado a los deseos de su ex lectriz.

Pocos días después de los sucesos que hemos relatado, el conde de Villerieux, tutor de la huérfana, vino a buscarla a los Genets a fin de acompa?arla a París, en cuya ciudad se encontraba ya Fabrice con su hija; y no necesitaremos decir que la despedida de la se?ora de Montauron y Beatriz no fue cosa que llamase la atención por su cordialidad.

Nada diremos por el pronto del efecto que causaron en el ánimo de Pierrepont las noticias que de Francia llegaban acerca de los acontecimientos que venimos narrando. Basta saber que las triviales cartas cambiadas entre los dos amigos a propósito del ya inmediato matrimonio, carecieron por completo de interés; la de Jacques fueron cuatro renglones a modo de simple notificación; la del marqués era, sea dicho en justicia, aunque breve, amistosa. Decía Pedro a su amigo que, por mala fortuna, habíase comprometido con su amigo lord S*** para dar con él una vuelta en su yacht por el Mediterráneo; pero que, sin embargo, contaba con estar de vuelta en tiempo oportuno para asistir a la ceremonia nupcial, encargándole al propio tiempo que transmitiera sus respetuosos parabienes a la se?orita de Sardonne. Casi en los mismos días que esta carta, llegaba de Londres un rico brazalete dirigido a la hermosa desposada.

            
            

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