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Entonces, teniendo la certeza de que nunca podría aplacar a Ti-Chin-Fú, pasé toda la noche en mi cuarto del Loreto, donde, como en otro tiempo, las velas que ardían en los bru?idos candelabros de plata daban a los rojos damascos tonos de sangre fresca, medité despojarme, como de un adorno de pecado, de aquellos millones sobrenaturales.
?Y así me libraría tal vez de aquella panza amarilla, y de aquella cometa abominable!
Abandoné el palacio del Loreto, y con él mi existencia de Nabab.
Regresé a mi habitación de la casa de la viuda de Marques, y volví a la oficina a implorar mis veinticinco duros mensuales y mi dulce pluma de amanuense.
Mas un sufrimiento mayor vino a amargar mis días. Juzgándome arruinado, todos aquéllos que mi opulencia humilló, cubriéronme de ofensas. Los periódicos, con triunfal ironía, publicaron mi miseria. La aristocracia, que balbuceaba adulaciones, inclinada a mis pies de Nabab, ordenaba ahora a sus cocheros que atropellasen en las calles el cuerpo encogido del escribiente de secretaría.
El clero, a quien yo había enriquecido, me acusaba de hechicero, el pueblo me apedreaba, y la viuda de Marques, cuando me quejaba de la dureza granítica de los garbanzos, poníase en jarras y gritaba:
-?Qué quiere usted más? ?Aguantarse! ?Valiente perdulario!
Y a pesar de esta expiación, el viejo Ti-Chin-Fú, estaba siempre a mi lado porque sus millones que yacían ahora intactos en los Bancos, eran, desgraciadamente, míos.
Entonces, indignado, volví a mi palacio y a mi vida de lujo. Aquella noche, de nuevo el resplandor de mis ventanas alumbró el Loreto, y por el portón abierto viéronse, como en otro tiempo, negrear con sus calzones de seda, las largas filas de lacayos decorativos.
Luego, Lisboa, sin excepción, se arrojó a mis pies. La viuda de Marques me llamó llorando: ?hijo de mi corazón.?
Los periódicos me otorgaron los calificativos que, según la tradición, pertenecen a los dioses. ?Fuí el omnipotente, el omnisciente! La aristocracia me besó los pies como a un tirano y el clero me incensó como a un viejo ídolo. Y mi desprecio por la humanidad fué tan grande, que se extendió hasta el mismo Dios que la creó.
Desde entonces, una saciedad enervante me mantuvo durante semanas enteras tendido en un sofá, mudo y terrible, pensando en la felicidad del ?no ser....?
Una noche, regresando solo por una calle desierta, vi delante de mí al personaje vestido de negro, con el paraguas debajo del brazo, el mismo que en mi cuarto tranquilo y feliz de la travesía de la Concepción, me hiciera a un ?tilín-tín? de campanilla, heredar tantos despreciables millones. Corrí hacia él; le agarré por la solapa des su levita burguesa, gritándole:
-?Líbrame de mis riquezas! ?Resucita al Mandarín! ?Devuélveme la paz de la miseria!
El, pasó gravemente su paraguas debajo del otro brazo, y respondió con bondad:
-?No puede ser, mi apreciable se?or, no puede ser!
Yo me arrojé a sus pies haciéndole una súplica abyecta, mas sólo ví delante de mí, bajo la luz mortecina de un reverbero de gas, la forma escuálida de un perro hambriento hociqueando en el lodo.
Nunca he vuelto a encontrar a tal individuo. Y ahora, el mundo me parece un inmenso montón de ruinas donde mi alma solitaria, como un desterrado que vaga por entre columnas caídas, gime continuamente.
Las flores de mis aposentos se marchitan y nadie las renueva; la luz me parece una antorcha fúnebre, y cuando mis amadas vienen envueltas en la blancura de sus peinadores a acostarse en mi lecho, lloro, como si viera la legión amortajada de mis alegrías muertas.
Me siento morir. Tengo ya hecho mi testamento. En él lego mis millones al Diablo, le pertenecen; él que los reclame y los reparta.
Y a vosotros, hombres, os lego solamente estas palabras sin comentario: ??Sólo sabe bien el pan que diariamente ganan nuestras manos; nunca matéis al Mandarín!?
Y, todavía al morir, me consuela prodigiosamente esta idea: que de Norte a Sur, de Oeste a Este, desde la Gran Muralla de Tartaria hasta las ondas del mar Amarillo; en todo el vasto imperio de la China, ningún mandarín quedaría vivo, si tú, tan fácilmente como yo, lo pudieras suprimir y heredar sus millones, ?oh, lector! criatura improvisada por Dios, obra mala de mala arcilla, mi semejante, y mi hermano.
FIN
* * *
Páginas Selectas de E?a de Queiroz
(Del Epistolario de Fradique Mendes)
* * *
A CLARA....
(Trad.)
Mi adorada amiga:
No fué en la exposición de Acuarelistas, en marzo, donde tuvo conmigo el primer encuentro por decreto de los Hados. Fué en invierno, mi adorada amiga, en el baile de los Tressans. Fué allí donde la vi, conversando con Md. Jouarre, junto a una consola, cuyas luces, entre los ramos de orquídeas, orlaban sus cabellos de aquel nimbo áureo que tan justamente le pertenece como ?reina de la gracia entre las mujeres?. Recuerdo aún su sonreir cansado, el vestido negro con adornos de color de oro, el abanico antiguo que tenía sobre el regazo. Pasé; pero luego todo me pareció alrededor feo y enfadoso, y volví a admirar, a ?meditar? en silencio, su belleza, que me atraía por su esplendor potente y comprensible y también por no sé qué de fino y espiritual, de doliente y de afable, que brillaba y venía del alma. Y tan intensamente me embebí en mi contemplación, que me llevé conmigo su imagen hermosa y entera, sin faltar un hilo de sus cabellos ni una ondulación de la seda que vestía su cuerpo y corrí a encerrarme con ella, alborozado, como el artista que en alguna obscura tienda, entre polvo y trastos, descubriese la Obra sublime de un Maestro perfecto.
Y ?por qué no confesarlo? Esa imagen fue para mí al principio, meramente un Cuadro colgado en el fondo de mi alma, que yo a cada momento miraba para alabar, con creciente sorpresa, los encantos diversos de Línea y de Color. Era solamente una tela rara, puesta en un sagrario, inmóvil y muda en su brillo, sin otro influjo sobre mí que el de una forma muy bella que cautiva un gusto muy educado. Mi sér continuaba libre, atento a las curiosidades que hasta entonces lo solicitaban; y sólo cuando sentía el cansancio de las cosas imperfectas o el deseo nuevo de una ocupación más pura, regresaba a la Imagen que en mí guardaba como un Fra Angélico en su claustro, dejando los pinceles al concluir el día, de hinojos ante la Madona para implorar de ella descanso e inspiración superior.
Poco a poco, sin embargo, todo lo que no fuese esta contemplación perdió para mí valor y encanto. Comencé a vivir cada día más recluído en el fondo de mi alma, perdido en la admiración de la imagen que en ella brillaba, hasta que sólo esta ocupación me pareció digna de la vida, y en el mundo todo no reconocí más que una apariencia inconstante y fuí como un monje en su celda, ajeno a las cosas más reales, de rodillas y rígido en su sue?o, que es para él la única realidad.
Mas no era el mío, mi adorada amiga, un pálido y pasivo éxtasis delante de su Imagen. ?No! Era más bien un ansioso y fuerte estudio de ella, con el que yo procuraba conocer, a través de la Forma, la Esencia y (pues que la Belleza es el esplendor de la Verdad) deducir de las perfecciones de su cuerpo las superioridades de su alma. Y así fué cómo lentamente sorprendí el secreto de su naturaleza; su clara frente que el cabello descubre, tan clara y despejada, luego me contó la rectitud de su pensar; su sonrisa, de una nobleza tan intelectual, fácilmente me reveló su desdén hacia lo mundano y lo efímero y su incansable aspiración hacia un vivir de verdad y de belleza; cada gracia de sus movimientos me tradujo una delicadeza de su gusto; y en sus ojos diferencié lo que en ellos tan adorablemente se confunde, luz de razón, calor de corazón, la luz que mejor calienta la lumbre que más ilumina.... La certeza de tantas perfecciones bastaba ya para hacer doblar, en una adoración perpetua, las rodillas más rebeldes. Pero sucedió también que al paso que la comprendía y que su Esencia se manifestaba tan visible y casi tangible, descendía una influencia de ella hacia mí, una influencia extra?a, diferente de todas las influencias humanas, y que me dominaba con trascendente omnipotencia. ?Cómo lo podré decir? Monje encerrado en mi celda, comencé la convivencia con la Santa a quien me consagrara. Hice entonces un severo examen de conciencia. Investigué con inquietud si mi pensar era condigno de la pureza de su pensar; si en mi gusto no habría desconciertos que pudieran herir la disciplina de su gusto; si mi idea de la vida era tan alta y seria como aquella que yo presintiera en la espiritualidad de su mirar, de su sonreir, y si mi corazón no se dispersara y debilitara con exceso para poder palpitar con paralelo vigor junto a su corazón. Y he realizado ahora un jadeante esfuerzo para subir a una perfección idéntica a aquella que tan sumisamente adoro.
De suerte, mi querida amiga, que se tornó sin saberlo mi educadora. Y tan subordinado quedé a esa dirección, que no puedo concebir los movimientos de mi sér sino gobernados por ella y por ella ennoblecidos. Sé perfectamente que todo lo que en mí surge de algún valor, idea o sentimiento, es obra de esa educación que su alma da a la mía desde lejos, sólo con existir y ser comprendida. Si hoy me abandonase su influencia-más bien, como un asceta, debía decir su Gracia-todo mi sér rodaría sin remisión a una inferioridad. Vea, pués, cómo se convirtió usted en necesaria y preciosa para mí. Y considere que para ejercer esa supremacía salvadora, sus manos no hubieron de imponerse sobre las mías; bastó con que yo la viera desde lejos, brillando en una fiesta. Así un arbusto florece en el borde de un foso porque allá arriba, en los remotos cielos, fulgura un gran sol que no le conoce y que le hace crecer, abrirse y exhalar su poco de aroma.... Por eso mi amor alcanza ese sentimiento no descrito y sin nombre que la Planta, si tuviese conciencia, sentiría por la Luz.
Y considere también que considerando de usted como de la luz, nada le ruego, ningún bien imploro de quien tanto puede y es para mí due?a de tanto bien. Sólo deseo que me deje vivir bajo esa influencia que, emanando del simple brillo de sus perfecciones, tan fácil y dulcemente realiza mi perfeccionamiento. Sólo pido ese caritativo permiso. Vea, pues, cuán distante me mantengo en la abatida humildad de una adoración, que hasta recela que su murmurar, murmurar de preces, roce el vestido de la imagen divina....
Mas si, por acaso, mi querida amiga, segura de mi renuncia, la toda recompensa terrestre, me permitiese desarrollar junto a usted, en un día de soledad, las agitadas confidencias de mi pecho, seguramente que realizaría un acto de inefable misericordia, como en otro tiempo la Virgen María, cuando animaba a sus adoradores, eremitas y santos, descendiendo en una nube y otorgándoles una sonrisa fugitiva, o dejando caer entre sus manos levantadas una rosa del Paraíso. Así, ma?ana voy a pasar la tarde con Mad. Jouarre. No encuentro allí la santidad de una celda o de una ermita; pero sí casi su aislamiento; y si mi querida amiga surgiese en pleno esplendor y yo recibiese de ella, no diré una rosa, sino una sonrisa, quedaría entonces seguro de que este amor mío o este mi sentimiento indescriptible y sin nombre que va más allá del amor, encuentra en sus ojos piedad y permiso para esperar.
Fradique.
* * *
A MADAME DE JOUARRE
(Trad.)
Lisboa, junio.
Mi excelente madrina:
Hé aquí lo que ha ?visto y hecho? desde mayo en la hermosísima Lisboa. ?Ulyssipo pulcherrima?, su admirable ahijado. Descubrí un compatriota mío de las Islas, mi pariente, que vive desde hace tres a?os construyendo un sistema de Filosofía en el piso tercero de una casa de huéspedes de la travesía de la Palha. Espíritu libre, emprendedor y diestro, paladín de las Ideas Generales, mi pariente, que se llama Procopio, considerando que la mujer no vale los tormentos que ocasiona, y que los ochocientos mil reis de un olivar le bastan y le sobran a un espiritualista, consagró su vida a la Lógica y sólo se interesa por la Verdad. Es un filósofo alegre, conversa sin gritar, tiene un aguardiente de moscatel excelente, y yo trepo con gusto dos o tres veces por semana a su oficina de Metafísica para saber si, conducido por la dulce alma de Maine de Biran, que es su cicerone en los viajes al Infinito, entrevió al fin oculta tras los últimos velos la Causa de las Causas. En estas piadosas visitas, voy poco a poco conociendo algunos de los huéspedes, que en ese tercer piso de la travesía de la Palha gozan de una buena vida de ciudad a doce tostones por día, fuera del vino y de la ropa limpia. Casi todas las profesiones en que se ocupa la clase media en Portugal están aquí representadas con fidelidad, y así puedo yo estudiar sin esfuerzo, como en un índice, las ideas y los sentimientos que en nuestro a?o de gracia forman el fondo moral de la nación.
Esta casa de huéspedes tiene encantos. La habitación de mi primo Procopio tiene una estera nueva, una cama de hierro filosófica y virginal, vistosos visillos en las ventanas, flores y pájaros por las paredes, y allí se mantiene un riguroso aseo por una de esas criadas como sólo las produce Portugal, guapa moza de Traz-os-Montes, que arrastrando sus chanclas con la indolencia grave de una ninfa latina, barre, friega y arregla toda la casa; sirve nueve almuerzos, nueve comidas y nueve cenas; pega los botones a los pantalones y a los calzoncillos, que los portugueses están continuamente perdiendo, almidona las enaguas de la se?ora, reza el rosario de su aldea, y aún le queda tiempo para amar desesperadamente a un barbero vecino, que está resuelto a casarse con ella en cuanto le empleen en la Aduana. (Y todo esto por tres mil reis de salario). El almuerzo son dos platos sanos y abundantes, huevos y ?bifftec?. El vino lo envía el cosechero, un vinillo ligero y temprano, hecho según los venerables preceptos de las ?geórgicas?, y semejante, de seguro, al vino de la Rethia, ?quo te carmine dicam, Rethica?? Las tostadas, hechas en lumbre fuerte, son incomparables. Los cuatro cuadros que adornan la sala, un retrato de Fontez (estadista ya muerto y tenido en gran veneración por los portugueses) una estampa de Pío IX sonriendo y bendiciendo, una vista del valle de Collares y dos doncellas besuqueando a una tórtola, inspiran las saludables ideas, tan necesarias, de Orden Social, de Fe, de Paz campestre y de inocencia.
La patrona, do?a Paulina Soriana, es una se?ora de cuarenta oto?os, frescota y rolliza, con un pescuezo muy gordo, y toda ella más blanca que la blanca chambra que usa, además de una falda de seda color violeta. Parece una excelente se?ora, paciente y maternal, de buen juicio y de buena economía. Sin ser rigurosamente viuda, tiene un hijo, gordo también, que se roe las u?as y estudia en el Instituto. Se llama Joaquín, y por ternura Quinito; sufrió en esta primavera no sé qué grave enfermedad que le obliga a tomar interminables horchatas y ba?os de asiento, y está destinado por do?a Paulina a la burocracia, que considera, con mucha justicia, la carrera más segura y más fácil.
-Lo esencial para un muchacho, afirmaba hace días la apreciable se?ora, después del almuerzo y cruzando la pierna-es tener padrinos y lograr un empleo; ya colocado, el trabajo es poco y la paga no falta a fin de mes.
Do?a Paulina está tranquila acerca de la carrera de Quinito. Por el influjo (que es todopoderoso en estos Reinos) de un amigo seguro, el se?or consejero Vaz Netto, hay ya en el ministerio de Obras públicas o en el de Justicia una silla de amanuense guardada, se?alada, en espera de Quinito. Y como Quinito fuese reprobado en los últimos exámenes, el se?or consejero Vaz Netto resolvió que en vista de que se mostraba tan desaplicado y con tan poco amor a las letras, lo mejor era no insistir en los estudios del Instituto y entrar inmediatamente en el destino....
-Sin embargo-a?adió la buena se?ora cuando me honró con estas confidencias,-me agradaría que Quinito terminase los estudios. No es por necesidad, ni por causa del empleo, como vuestra excelencia ve; sino por gusto.
Quinito tiene, pues, su prosperidad satisfactoriamente asegurada. Por lo demás, supongo que do?a Paulina le reúne un prudente peculio. En la casa, bien acreditada, hay ahora siete huéspedes, todos de confianza, estables, gastando como extraordinarios de cuarenta y cinco a cincuenta mil reis al mes. El más antiguo, el más respetado (y aquel que precisamente conozco) es Pinho, Pinho el brasile?o, el comendador Pinho. El es quien todas las ma?anas anuncia la hora del almuerzo (el reloj del comedor está descompuesto desde Navidad) saliendo de su cuarto puntualmente a las diez, con su botella de agua de Vidago, yendo a ocupar su silla, en la mesa, ya puesta, pero desierta, una silla especial de mimbres con un almohadón de viento. Nadie sabe de este Pinho ni la edad, ni la tierra o familia en que nació, ni su ocupación en el Brasil, ni el origen de su encomienda. Llegó una tarde de invierno en un paquebot de la ?Mala Real?, pasó cinco días en el Lazareto, desembarcó con dos baúles, la silla de mimbres y cincuenta latas de dulce; tomó su cuarto en esta casa de huéspedes, con ventana a la travesía, y aquí engorda risue?a y plácidamente con el seis por ciento de sus inscripciones. Es un sujeto rechoncho, bajo, con barba gris, piel morena, con tonos de café y de ladrillo, siempre vestido de pa?o fino negro, con lentes de oro pendientes de una cinta de seda, que él, en la calle y en cada esquina, desenreda del cordón de oro del reloj para leer con interés y lentitud los carteles de los teatros. Su vida ofrece una de esas prudentes regularidades que tan admirablemente concurren a crear el orden en los Estados. Después del almuerzo, se calza sus botas de ca?a, alisa su sombrero de copa y se va muy despacio hasta la calle de los Capellistas, al escritorio en planta baja del corredor Godinho, donde pasa dos horas sentado junto a la ventana, con las velludas manos apoyadas en el pu?o del quitasol. Después se coloca el quitasol debajo del brazo, y por la calle del Oouro, con saboreada pachorra, deteniéndose a contemplar a la se?ora de sedas más rizadas o la victoria de arreos más lustrosos, alarga sus pasos hasta la tabaquería de Sousa, en el Rocío, donde bebe una copa de agua de Canecas, y descansa hasta que la tarde refresca. Sigue entonces por la Avenida, gozando el aire puro y el lujo de la ciudad, sentado en un banco, o da la vuelta al Rocío, bajo los árboles, con la cara alta y dilatada de bienestar. A las seis se recoge, se quita el sobretodo, se calza sus chinelas de tafilete, se pone una agradable cazadora de algodón, y come, ?repitiendo? siempre de la sopa. Después del café da un ?higiénico? paseo por la Baixa, haciendo paradas pensativas, pero risue?as, en los escaparates de las confiterías, y ciertos días sube al Chiado, dobla la esquina de la calle Nova da Trinidade y regatea con placidez y firmeza una entrada para el Gimnasio. Todos los viernes entra en su Banco, que es el ?London Brasilian?. Los domingos, al anochecer, con recato, visita a una moza gorda y limpia que vive en la calle de la Magdalena. Cada semestre recibe los intereses de sus inscripciones.
Así, toda su existencia es un pausado reposo. Nada le inquieta, nada le apasiona. Para el comendador Pinho, el Universo consta de dos únicas entidades: él mismo, Pinho, y el Estado que le da el seis por ciento; por tanto, el Universo es perfecto y la vida perfecta, mientras Pinho, gracias a las aguas de Vidago, conserve apetito y salud, y el Estado siga pagando fielmente el cupón. Por lo demás, le basta con poco para contentar la porción de Alma y Cuerpo de que aparentemente se compone. La necesidad que todo sér vivo (aún las ostras, según afirman los naturalistas) tiene de comunicar con sus semejantes por medio de gestos o de sonidos, es en Pinho poco exigente. Hacia mediados de abril, sonríe y dice desdoblando la servilleta: ?tenemos el verano encima?; todos concuerdan con él y Pinho goza. A mediados de octubre se pasa los dedos por la barba y murmura: ?tenemos encima el invierno?; si otro huésped disiente, Pinho enmudece porque teme las controversias. Y este honesto cambio de ideas le basta. En la mesa, con tal que le sirvan una sopa suculenta en un plato hondo que pueda llenar dos veces, queda satisfecho y dispuesto a dar gracias a Dios. El ?Diario de Pernambuco?, el ?Diario de Noticias?, alguna comedia del Gimnasio o alguna de magia satisfacen de sobra aquellas cualidades de inteligencia y de imaginación que Humboldt encontró aún entre los ?botecudos?. En las funciones del sentimiento, Pinho sólo pretende (como reveló un día a mi primo) ?no coger una enfermedad?. Con la cosa pública está siempre contento, gobierne éste o gobierne aquél, con tal que la policía mantenga el orden y no se produzcan perturbaciones en los principios y en las calles, nocivas al pago del cupón. En cuanto al destino ulterior de su alma, Pinho (como me aseguró a mí miso) ?sólo desea, después de muerto, que no le entierren vivo?. Aun acerca de punto tan importante, como es para un comendador su mausoleo, Pinho se contenta con poco: apenas una lápida lisa y decente con su nombre y un sencillo ?Rogad por él?.
Erraríamos, sin embargo, querida madrina, suponiendo que Pinho es ajeno a todo cuanto sea humano. ?No! Estoy cierto de que Pinho respeta y ama a la humanidad; sólo que para él la humanidad en el transcurso de su vida se restringió mucho. Hombres, hombres serios, verdaderamente merecedores de ese nombre, dignos de reverencia y afecto, y de que por ellos se arriesgue un paso que no canse mucho, para Pinho sólo lo son los prestamistas del Estado. Así, mi primo Procopio, con una malicia harto inesperada en un espiritualista, contóle hace tiempo en secreto, gui?ando los ojos ?que yo poseía muchos papeles! ?muchas pólizas! ?muchas inscripciones!... Pues en la primera ma?ana que volví a la casa de huéspedes después de esta revelación, Pinho, ligeramente colorado, casi conmovido, me ofreció una cajita de dulce envuelta en una servilleta, ?acto conmovedor que explica aquella alma! Pinho no es un egoísta, un Diógenes de levita negra, secamente retraído dentro del tonel de su inutilidad. No. Hay en él toda la humana voluntad de amar a sus semejantes y de servirlos. Pero, ?quiénes son para Pinho sus genuínos ?semejantes?? Los prestamistas del Estado. ?Y en qué consiste para Pinho el acto de beneficio? En ceder a los otros aquello que a él le es útil. Para Pinho no hay otro bien como el uso de la guayaba, y en cuanto supo que yo era un poseedor de inscripciones, un semejante suyo, capitalista como él, no dudó, no se retrajo más de su deber humano, y practicó en seguida el acto de beneficio, y hélo aquí ruborizado y feliz, trayendo su dulce dentro de una servilleta.
?Es el comendador Pinho un ciudadano inútil? ?No, ciertamente! Hasta para mantener con estabilidad y solidez el orden de una nación, no hay más provechoso ciudadano que este Pinho, con su placidez de hábitos, su fácil asentimiento a todos los hechos de la vida pública, su cuenta de todos los viernes en el Banco, sus placeres escondidos con higiénico recato, su pausa y su inercia. De un Pinho nunca puede salir idea o acto, afirmación o negación que desarreglen la paz del Estado. Así, gordo, pacífico, colocado en el organismo social, no concurriendo a su movimiento, pero tampoco contrariándolo, Pinho ofrece todos los caracteres de una excrecencia sebácea. Socialmente, Pinho es un lobanillo. Y nada más inofensivo; que un lobanillo; y en nuestros tiempos, en que el Estado está lleno de elementos morbosos y de parásitos que lo chupan, lo inficionan y lo sobrexcitan, esta ?inofensibilidad? de Pinho hasta puede (en relación a los intereses del orden) ser considerada como una cualidad meritoria. Por esto el Estado, según se dice, le va a conceder el título de barón. Y barón es un título que honra a ambos, al Estado y a Pinho, porque con él se rinde simultáneamente un homenaje gracioso y discreto a la Familia y a la Religión.
El padre de Pinho se llamaba Francisco, Francisco José Pinho. Y nuestro amigo va a ser hecho barón de San Francisco.
?Adiós, querida madrina! ?Vamos con el décimo octavo día de lluvia! Desde el comienzo de junio y de las rosas, en este país del sol sobre azul, en la tierra trigue?a del olivo y del laurel, queridos de Febo, está lloviendo, lloviendo a hilos de agua cerrados, continuos, imperturbables, sin un soplo de viento que los tuerza, ni un rayo de luz que los abrillante, formando de las nubes a las calles una movible trama de humedad y de tristeza, en que el alma se agita y se rinde como una mariposa presa en las telas de la ara?a. Estamos en pleno versículo XVII, capítulo VII del ?Génesis?.
En el caso de que estas aguas del cielo no cesaran, yo deduzco que las intenciones de Jehová para con este país son diluvianas, y no juzgándome menos digno de la Gracia y de la Alianza divina que lo fué Noé, voy a comprar madera y brea y a hacer un arca según los nuevos modelos hebraicos y asirios. Y si por acaso de aquí a algún tiempo una paloma blanca fuese a batir sus alas delante de su vidriera, es que yo aporté al Havre en mi arca, llevando conmigo, entre otros animales, a Pinho y a do?a Paulina, para que, más tarde, cuando hayan bajado las aguas, Portugal se repueble con provecho, y el Estado tenga siempre Pinhos a quienes pedir dinero prestado, y Quinitos gordos con quienes gastar el dinero que pidió a Pinho. Suyo ahijado del corazón,
Fradique.